Capítulo 06

Su corazón dio un vuelco ante la magnitud de esa revelación. La paz de su reino y el de los elfos dependía de ella y de Arion, quien poseía el don de controlar el tiempo, el más poderoso de su raza. Juntos, debían acabar con el sufrimiento que la guerra traía a civiles y soldados.

La fascinación por lo que había leído se transformó en una convicción inquebrantable. La imagen de Elandor, un reino manchado por la ambición y la traición, se solidificó en su mente. Alguien tan egoísta como el rey solo haría caer en desgracia a todo su reino y, por extensión, a los suyos. Elandor no era solo un objetivo; era una necesidad.

Un suave golpeteo en la puerta la arrancó de sus pensamientos, tan inmersa estaba que tardó un segundo en reaccionar.

—Adelante… —respondió Arya, su voz un hilo apenas audible, aún teñida por el eco de las revelaciones.

La doncella entró con una reverencia, su rostro amable y discreto. —Disculpe que la moleste, señorita, pero su alteza, el tercer príncipe, desea verla.

Una punzada de expectación. Sus pensamientos, siempre pragmáticos, ya calculaban. ¿Qué querría Arion? ¿Sería una oportunidad? —Vísteme y vayamos a verlo —dijo Arya, levantándose del gran sofá, su mente ya engranando.

Escogió un vestido de un profundo azul noche, tan oscuro como el cielo estrellado. Era sencillo, sí, pero su elegancia inherente le confería una dignidad discreta, un gesto deliberado.

Terminando de cambiarse, la doncella la guio por los serenos pasillos hasta un jardín del palacio. Una ráfaga de fragancias dulces la envolvió al cruzar el umbral. Era un oasis de paz, rebosante de flores de mil especies y mariposas que danzaban como joyas vivientes. La vista era hermosa, un contraste impactante con el torbellino de emociones que Arya llevaba dentro. Entonces, lo vio: el príncipe, sentado en una mesa de piedra bajo la sombra de un árbol antiguo. Se acercó a él con pasos medidos.

—Alteza, ¿me mandó a llamar? —dijo Arya, haciendo una breve reverencia. Su voz, aunque serena, ocultaba la curiosidad y la cautela. Arion le devolvió el saludo con una inclinación de cabeza, sus ojos grises fijos en ella.

—Sí, la mandé a llamar porque necesito decirle algo importante —dijo Arion, su mirada se detuvo en la doncella, y con un gesto sutil, añadió—: Puedes retirarte.

La doncella hizo una reverencia, agachando la cabeza, y se marchó del jardín, dejando un silencio cargado de expectación.

Arion se inclinó ligeramente hacia adelante, la tensión en sus hombros era evidente. —La mandé a llamar porque necesito su ayuda, y yo soy su mejor aliado ahora mismo —expresó, su voz teñida de una frustración palpable, el peso de su posición y la situación inminente claramente sobre él. No era una petición, era una declaración de necesidad.

Arya lo miró, sus ojos, agudos y evaluadores. —Y, ¿qué lo hace pensar en eso? —preguntó, su tono tranquilo, pero con un matiz de desafío, probando los límites de su sinceridad.

El ceño de Arion se frunció. —Bueno, el problema es que, como usted sabe, entre el reino de Eldamar y Rivendel hay un tratado de paz. Pero últimamente los humanos han estado enviando cartas de amenazas a Rivendel. Quieren nuestros terrenos de cultivo y las minas. Si no se las damos, iniciarán una guerra. Esas tierras pertenecen a mi imperio y son lo más importante que tiene Rivendel, no podemos entregarlas —dijo Arion, cada palabra cargada de la gravedad de la situación, su mirada fija en ella, buscando una señal, una comprensión—. Por lo que, si ellos inician la guerra, me gustaría que usted me ayude. A cambio, yo la ayudaré con su venganza. ¿Qué le parece?

La propuesta, directa y sin rodeos, la golpeó con la fuerza de una revelación. Una alianza, impensable horas antes, se presentaba ahora como la llave de su propia libertad y venganza. Un escalofrío de cálculo recorrió su espina dorsal.

—¿Una guerra? —La palabra se deslizó de los labios de Arya, apenas un susurro, pero resonó con la fuerza de un trueno en el jardín silencioso. Sus ojos, antes serenos, se fijaron en Arion, una mezcla indescifrable de sorpresa, cálculo y una incipiente ansiedad—. Es una propuesta de inmensa magnitud, Alteza. Necesito sopesar cada implicación. Con su permiso, me retiro para meditarlo. Le daré mi respuesta al amanecer.

Hizo una reverencia, esta vez más profunda, no por sumisión, sino por la gravedad del momento, y se retiró, dejando a Arion solo con el eco de sus palabras.

La palabra "guerra" resonó en su mente, una y otra vez, como un martillo golpeando un yunque. La calma que había forjado con tanto esfuerzo se resquebrajaba. Tenía que pensar, y pensar *bien*. No solo se trataba de su vida en el campo de batalla –si aceptaba, su vida estaría en juego de una manera que su venganza personal nunca había contemplado–, sino de las consecuencias que arrastraría.

Matar a Elandor era su objetivo, su fuego inextinguible, la razón de su existencia, la promesa que le había hecho a su corazón roto. Pero la muerte del príncipe, aunque justificada para ella, sería el pretexto perfecto para el rey de Elandor. El rey, un hombre de ambición voraz, no dudaría en usar la muerte de su hijo como una excusa para desatar la furia sobre Rivendel.

No quería una guerra. No *otra* guerra. Su propia historia estaba manchada por la crueldad humana, por la sangre y las lágrimas de los inocentes. ¿Arrastrar a un reino entero, a sus gentes, a un conflicto sangriento por su propia justicia? Era un dilema cruel. Su venganza, tan largamente acariciada, ahora pesaba no solo sobre su alma, sino sobre el destino de miles. Sabía que incluso si no encontraban pruebas directas de su implicación, la codicia de los gobernantes de Elandor era tal que usarían cualquier pretexto para justificar su agresión. No les importaba la justicia, solo el poder y las riquezas.

Las horas se estiraron, cada minuto un nudo en su estómago. Cenó en silencio, los sabores apenas percibidos, su mente un torbellino de escenarios y estrategias. La doncella, con su habitual discreción, preparó su baño, pero el agua cálida no trajo alivio; no podía disolver la fría determinación que se formaba en su interior, ni la creciente angustia de la decisión que se cernía sobre ella. Se acostó, pero el sueño tardó en llegar, y cuando lo hizo, fue inquieto, poblado por sombras de batallas y decisiones inminentes.

Al día siguiente...

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