Mundo ficciónIniciar sesiónEl lunes a las ocho y media Ariadna estaba ya en el piso ejecutivo. El ascensor se abrió y lo primero que notó fue lo diferente que se sentía el ambiente allí arriba. El silencio era casi absoluto, salvo por el golpeteo de teclados y teléfonos que sonaban de vez en cuando.
Llevaba una blusa blanca y pantalón oscuro. Nada llamativo, nada fuera de lugar. Quería pasar desapercibida, aunque sabía que no era posible.
Mara, la asistente de Dante, fue la primera en recibirla.
—Buenos días —dijo con tono seco—. El señor Volkov quiere que empiece preparando café para la sala de reuniones. Lo esperan en quince minutos.— Dijo ella. —No es un buen dia y te pido disculpas desde ya en caso de que te hable mal.
Ariadna tragó saliva y asintió.
—¿Dónde está la cafetera?
—Siga este pasillo, a la derecha. Encontrará todo lo que necesita.
Ariadna caminó hasta la pequeña cocina del piso. La cafetera industrial le parecía intimidante, pero no era algo imposible. Sirvió el café en una jarra térmica, preparó tazas en una bandeja y respiró hondo antes de entrar en la sala de reuniones.
Varios hombres y mujeres de traje ya estaban sentados alrededor de la mesa, hablando en voz baja. Se hizo un silencio cuando ella entró. Todos la reconocieron. La hija del antiguo presidente. Ahora, sirviendo café.
El rubor le subió al rostro, pero no dejó de moverse. Colocó las tazas una por una, evitando mirar a nadie a los ojos. Cuando terminó, Dante entró en la sala.
—Siéntense —ordenó, con voz firme.
Pasó junto a Ariadna y apenas le dedicó una mirada rápida, sin emoción. Ella se apartó hacia un lado y se quedó de pie, esperando instrucciones.
—No necesitas quedarte aquí —dijo él, sin mirarla—. Ve a la oficina de Mara y espera a que te llamen.
Ariadna asintió y salió en silencio.
El resto de la mañana fue más de lo mismo: café, agua, llevar botellas a las oficinas del piso. Nadie le hablaba directamente, salvo para pedir algo. Algunos empleados le sonreían con lástima; otros ni siquiera se molestaban en mirarla.
En más de una ocasión se preguntó si debía renunciar. Pero cada vez que lo pensaba, recordaba la mirada fría de Dante y la satisfacción que seguramente tendría al verla rendirse.
Y no quiso darle ese gusto.
A las once y media, Mara llamó a Ariadna por intercomunicador.
—Ariadna, ven a mi escritorio.
Ella dejó la bandeja de botellas de agua y caminó hasta el mostrador. Mara le tendió una hoja.
—Llega una visita. Akira Volkov, hermana del señor Volkov. Va a reunirse con él y con dos directivos. Quiere un café negro, sin azúcar y sin leche. Te repito: negro. Tenlo listo cuando te avise. No cometas errores con ella, principalmente con ella.
—De acuerdo —respondió Ariadna.
—No entiendas lo suficiente. Akira puede hacer de tu vida un infierno.
—Tranquila, estaré bien y entregaré el café. —aunque ya ella estaba cansada. en la oficina de su padre ella no tenia que hacer estas cosas. era vergonzoso tener que llevar café cuando tenía una licenciatura. ella sabia que el lo hacia solo para molestarlo.
Para avergonzarla y demostrar quien tenía el poder.
Pero a ella no le interesaba el imperio destruido de su padre, mucho menos lo que Dante pudiera tener.
Las lagrimas iban a salir pero las contuvo. Iba a aguantar esa mañana. Lo haría y luego veria que hacer.
—Y coloca un set de agua y vasos en la sala de juntas 2..—continuó hablando Mara y Ariadna se dio cuenta que se había perdido mitad de la conversacion por estar sumida en ssu pensamientos.
Se fue a la pequeña cocina. Lavó una jarra, preparó café fresco y dejó la cafetera goteando. Mientras tanto, llenó una bandeja con cuatro botellas de agua y vasos. Asomó la cabeza por el pasillo: la sala de juntas 2 estaba abierta. Entró, ordenó la mesa, dejó el agua y salió.
El piso se movía con más gente de lo normal. Dos asistentes nuevos hablaban en voz baja. Un hombre de seguridad revisaba credenciales en la entrada. Todo indicaba que la visita era importante.
Volvió a la cocina. El café estaba listo. Tomó una taza blanca, la colocó en el plato, y al lado dejó una cucharita. Mara apareció en la puerta.
—Ya está aquí. Llévalo ahora.
Ariadna asintió, sirvió el café, colocó la taza en una bandeja pequeña y salió hacia la sala de juntas 1, que estaba al final del pasillo.
Antes de entrar, escuchó voces. Una mujer hablaba con tono firme. No era Mara. Abrió la puerta y la vio: cabello negro recogido con precisión, traje gris claro, tacones finos. Rasgos marcados. Mirada directa. Akira Volkov.
Dante estaba de pie junto a la mesa, revisando un documento. Dos directivos esperaban sentados. Akira se giró hacia la puerta cuando Ariadna entró.
—¿Eres la chica del café? —preguntó Akira, sin saludar.
—Sí —dijo Ariadna, sosteniendo la bandeja con cuidado—. Café para usted.
Se acercó y dejó la taza frente a Akira. Dante no dijo nada. Solo miró el reloj y luego volvió a la carpeta. Akira tomó la taza, la acercó a los labios y dio un sorbo breve. Se quedó inmóvil un segundo. Bajó la taza al plato con un golpe seco.
—Esto tiene leche —dijo.
Ariadna se quedó quieta. Sintió el estómago encogerse.
—Lo… lo siento. Puedo traer otro de inmediato.
Akira no esperó respuesta. Tomó la taza de nuevo y, con un gesto rápido, volcó el contenido hacia Ariadna. El líquido cayó sobre la blusa blanca de ella y le salpicó el cuello y el pecho. Estaba caliente. No hirviendo, pero sí caliente. Ariadna dio un pequeño quejido y apretó los labios. La tela se pegó a la piel y el olor a café la mareó.
—Te dije negro —dijo Akira, sin subir la voz—. Si no puedes con un café, no sirves.
Los dos directivos bajaron la mirada. Nadie habló. Dante levantó los ojos por fin. Miró a Ariadna primero, luego a Akira, luego a la mesa, como si hiciera un balance.
—Mara —llamó Dante hacia la puerta abierta.
Mara ya venía por el pasillo con una carpeta. Vio la escena, dejó la carpeta a un lado y se acercó con servilletas.
—Acompáñala al baño —dijo Dante—. Tráele una blusa del guardarropa. Después regresa con **un café negro** para mi hermana. Manda a limpiar este desastre.
—Sí, señor —respondió Mara.
Ariadna tragó saliva. Notaba el pecho caliente y el nudo en la garganta. Evitó mirar a Akira. Mara la tomó del codo con firmeza y la condujo al baño del piso. Dentro, le pasó toallas, le mojó una compresa con agua fría y se la dio.
—¿Quema mucho? —preguntó Mara, sin dureza. .
—Arde, pero estoy bien —dijo Ariadna. Tenía los ojos brillosos, pero no lloró.
Mara abrió un mueble y sacó una caja de primeros auxilios. Le tendió una crema de aloe.
—Ponte un poco en la piel, no en la tela. Tienes una blusa de repuesto en el guardarropa: talla S. Voy por ella.
Ariadna asintió. Se limpió con cuidado. Había una mancha grande en el centro de la blusa. El cuello estaba rojo, pero no era grave. Respiró hondo. Se miró al espejo. Se veía desordenada. No quería volver a la sala así.
Mara regresó con una blusa celeste, sencilla.
—Cámbiate. Yo llevo el café correcto.
—Yo lo hago —dijo Ariadna, bajando la mirada.
—Necesitan el café ya —respondió Mara—. Luego vuelves. No discutas. Vístete.
Ariadna se cambió rápido. Dobló la blusa manchada y la metió en una bolsa de papel. Se lavó las manos, se recogió el cabello con una liga y salió. Cuando llegó a la cocina, el aroma a café recién hecho llenaba el espacio. Mara servía una taza nueva.
—Negro. Sin azúcar. Sin leche —repitió Mara, como si recitara un procedimiento.
—Lo llevo yo —dijo Ariadna, estirando las manos.
Mara sostuvo la bandeja un segundo, la miró, y al final se la entregó.
—Ve —dijo—. Camina firme.
Ariadna volvió a la sala. Antes de entrar, respiró una vez. Abrió la puerta con suavidad. Akira conversaba con Dante sobre un proveedor. Los directivos tomaban notas. Ariadna se acercó a la mesa.
—Su café, señora —dijo, poniendo la taza frente a Akira.
Akira no la miró. Tomó la taza, dio un sorbo. No hizo gesto. La dejó en el plato. Dante no dijo nada. Solo pasó de hoja.
—Siéntate afuera y espera indicaciones —ordenó Dante, sin cambiar el tono.
—Sí —respondió Ariadna.
Salió y cerró la puerta con cuidado. Se quedó de pie en el pasillo, junto a la pared, con la bolsa de papel en una mano y la bandeja en la otra. Un asistente pasó y bajó la vista al ver la mancha en la bolsa. No preguntó nada.
Cinco minutos después, uno de los directivos salió a llamar por teléfono. Miró a Ariadna y murmuró:
—Lo siento.
—No pasa nada —respondió ella, sin saber qué más decir.
A los veinte minutos, la puerta se abrió. Akira salió primero. Caminó directo hacia Ariadna. Se detuvo frente a ella, a menos de un metro.
—Aprende la diferencia entre “negro” y “con leche” —dijo Akira—. No me gusta repetir órdenes.
—Entendido —contestó Ariadna.
Akira sostuvo su mirada dos segundos, como midiendo si iba a romperse. Luego se fue por el pasillo con paso seguro. Dante salió detrás, hablando con Mara.
—Reúne a compras a las dos —le dijo a su asistente—. Y confirma con legal el contrato de proveedores.
Mara anotó. Dante miró a Ariadna como si verificara que seguía allí.
—Regresa a la cocina. Revisa que haya café, té y agua para la tarde. A las dos, bandeja en la sala de juntas 3.
—De acuerdo.
Dante se fue sin añadir nada.
Ariadna volvió a la cocina. Apoyó la bandeja en la mesa y se quedó un segundo con las manos quietas. El cuello le ardía poco. La blusa nueva le quedaba bien. Se lavó otra vez y ordenó todo. Preparó termos, limpió tazas, revisó que hubiera azúcar y endulzante. Hizo una lista de faltantes. La rutina la calmó.
Alrededor de la una y cuarto, Miles escribió un mensaje: “¿Comemos?” Ariadna lo leyó y no respondió. No tenía ganas de explicar nada. Guardó el teléfono y siguió.
A la una y cincuenta, Mara asomó la cabeza.
—Sala 3. Y cuidado con las proporciones de azúcar. A uno le gusta doble. Te lo dirán ahí.
—Voy —dijo Ariadna.
Llevó una bandeja con café, té y agua a la sala 3. Dentro estaban los de compras. Uno de ellos pidió café con dos cucharadas de azúcar. Otro pidió té. Ariadna sirvió sin problemas. Nadie hizo comentarios. Ella agradeció el silencio.
A las tres, la reunión terminó. Ariadna recogió y volvió a la cocina. Encontró a Akira apoyada en el marco de la puerta, mirando el interior como si evaluara inventario.
—¿Cuánto café haces por hora? —preguntó Akira.
—Soy nueva, así que no tengo idea. - contestó Ariadna.
Ya no le importó lo que la bruja rubia estúpida le fuera a decir.
Si querían despedirla que lo hicieran
En cambio la mujer solo dijo:
—Que no falte. Odio esperar.
—No faltará.
Akira paseó la mirada por la encimera.
—¿Y tu blusa? —preguntó de pronto, sin emoción—. ¿Arde?
—Estoy bien.
—Bien —dijo Akira—. No quiero dramas. Aquí nadie tiene tiempo para eso.
Se giró y se fue.
Ariadna se apoyó un segundo en la encimera. No sabía si temblaba de enojo o de vergüenza. Se obligó a moverse. Lavó tazas, acomodó platos, cambió filtros. A las cuatro y media, Mara llamó otra vez.
—Sala 1. Última del día.
Ariadna entró. Dante estaba con dos personas nuevas. Sirvió café y agua. Nadie la miró más de lo necesario. Cuando terminó, colocó la bandeja junto a la puerta. Dante cerró una carpeta.
—Eso es todo por hoy —dijo a los presentes. Luego, sin levantar la voz, se dirigió a Ariadna—: Mañana a las ocho. Antes que todos.
—Entendido.
—Y otra cosa —añadió, mirándola de forma recta—. No vuelvan a tirar nada en mis salas. Ni tú ni nadie. ¿Está claro?
Ariadna dudó un segundo, porque no sabía si la frase iba para ella o para su hermana. Al final, solo dijo:
—Está claro.
Dante apartó la vista. Guardó los documentos. Salió de la sala y se perdió por el pasillo. Ariadna recogió la bandeja, volvió a la cocina y apagó la cafetera. Guardó lo que quedaba. Dejó la lista de faltantes sobre la mesa, con un clip.
Se miró las manos: estaban limpias, pero olían a café. Pensó en irse directo a casa de su madre otra vez, pero decidió pasar por su apartamento primero para cambiarse.
Antes de bajar por el ascensor, vio a Akira hablando con seguridad en la recepción del piso. Akira levantó la vista y la miró un segundo. No dijo nada. Solo esa mirada firme, como una advertencia. Definitivamente la odiaba.
Ariadna apretó el botón del ascensor. Cuando las puertas se abrieron, entró sin mirar a nadie más. Bajó los pisos contando en la cabeza. Quería llegar a su cama, apagar el teléfono y dormir. Pero sabía que al día siguiente debía estar otra vez allí, a las ocho, antes que todos. Y que Akira y Dante seguirían siendo los mismos. Y que ella tendría que aprender a moverse en ese lugar sin equivocarse ni una vez. Al menos, no con el café.
Y al menos hasta que lograra aceptar que ya no pertenecía a ese mundo.
Mejor lejos y cuerda que cerca y loca.







