El taxi avanzó entre el tráfico sin decir nada.
Ariadna llevaba la espalda rígida contra el asiento. Aún tenía el teléfono apretado en la mano. La aplicación marcaba el trayecto hacia casa de su madre. Miró por la ventana sin ver nada en concreto. Las luces pasaban. La ciudad seguía igual. Ella no.
El chofer rompió el silencio.
—¿Todo bien, señorita?
—Sí —respondió sin mirarlo—. Solo conduzca.
El hombre asintió y volvió a la carretera.
Ariadna respiraba rápido. El pecho le subía y le bajaba con dificultad. Tenía la nariz palpitando bajo la férula. La cabeza le daba vueltas, no solo por el analgésico. Todo había pasado muy rápido.
Dante.
Los mensajes.
La discusión.
El miedo.
El encierro.
La huida.
Su teléfono vibró.
Dante.
No contestó.
Vibró otra vez.
Lo apagó.
El taxi siguió avanzando.
Pasaron dos cuadras.
El celular volvió a encenderse solo con otra vibración.
Mensaje nuevo.
Número desconocido.
Ariadna sintió un tirón en el estómago antes de leerlo.
“Vas en un taxi gris. Matrícula te