El coche dejó la autopista y tomó un camino largo, oscuro, bordeado de árboles altos. Ariadna se mantenía en silencio, con la frente apoyada en el vidrio. Ya no preguntó nada más. Estaba cansada. Demasiado.
Después de varios minutos, unas rejas negras aparecieron al fondo del camino. El coche redujo la velocidad. Las puertas se abrieron de forma automática.
Ariadna se enderezó en el asiento.
—¿Esto es… tu casa real?
—Sí —respondió Dante.
El coche avanzó entre jardines amplios. Una mansión blanca apareció iluminada al fondo. No era ostentosa como el penthouse. Era grande, sí, pero sobria. Callada. Aislada.
El coche se detuvo frente a la entrada principal.
Antes de que Ariadna pudiera moverse, varias personas salieron de la casa. No corrían. No hablaban entre ellos. Se movían con orden.
Un hombre mayor abrió la puerta del lado de Ariadna.
—Bienvenida, señorita.
Ella dudó unos segundos antes de bajar.
Una mujer de unos cuarenta años se acercó de inmediato.
—Debe estar agotada —dijo con v