El coche avanzaba por una avenida secundaria.
Ariadna seguía con la frente apoyada en el vidrio. La respiración aún no se le había normalizado. El cuerpo le temblaba más por lo que acababa de pasar que por el frío.
Dante manejaba con una mano firme sobre el volante. La otra descansaba tensa sobre su muslo. No había música. Solo el ruido del motor y de la ciudad filtrándose por las ventanas.
—Pensé que me iban a agarrar —dijo ella otra vez, más bajo.
—No iba a pasar —respondió él.
—Eso dijiste… pero ellos estaban ahí.
Dante no contestó.
El silencio volvió a caer.
Ariadna cerró los ojos un segundo. Cuando los abrió, ya no lloraba, pero tenía los ojos ardidos.
—No quiero volver a tu casa —repitió.
—Ya te dije que no vamos allá.
—Entonces dime a dónde vamos.
—Primero necesito que estés tranquila.
—No lo estoy.
—Lo sé.
Otro silencio.
Ariadna se movió en el asiento. Se pasó una mano por el cabello. La férula le molestaba. El abrigo le pesaba sobre los hombros.
—Esto es una locura —dijo—. To