El ritmo cambió y la pista se llenó de un aire eléctrico. Ariadna, que siempre había mantenido la compostura en público, decidió por fin dejarse llevar. Mara no paraba de saltar y reír, arrastrándola hacia el centro, y ella, en lugar de resistirse, cerró los ojos y dejó que la música le atravesara la piel.
El cuerpo de Ariadna recordó lo que su mente había querido olvidar: cuando era niña tomaba clases de salsa, y nada la hacía más feliz que moverse al compás del tambor y el piano. La sangre caribeña le hervía, y aunque vivía atrapada en oficinas frías y jefes crueles, bailar la conectaba con esa parte de sí misma que seguía viva, intacta.
Con cada paso, con cada giro, recuperaba un pedazo de lo que era. El público alrededor aplaudía, las luces estallaban en rojos y azules, y Ariadna sintió algo que hacía tiempo no sentía: libertad.
Mara le pasó otro shot de tequila, y Ariadna lo bebió de un solo trago, sintiendo el fuego bajar por su garganta.
—¡Eso, nena! —gritó Mara, celebrando su