El aire afuera olía a humo y a tequila derramado. Ariadna salió del club tambaleándose, los tacones resonando contra el pavimento mojado. El mundo giraba un poco más rápido de lo que podía controlar.
—Maldición… —susurró, riéndose sin motivo.
El guardia del local se había ido a fumar y la calle se veía casi vacía. Un taxi pasó, pero no levantó la mano. Sacó el móvil del bolso y lo miró con los ojos entrecerrados. Las luces de la pantalla le dolieron como agujas.
—Llamar a Miles… —dijo, buscando su contacto. Le temblaban los dedos, se equivocó dos veces, rió sola—. Siempre contestas, ¿verdad?… Claro que sí, mi perfecto Miles.
Marcó y apoyó la espalda en la pared del edificio, el vestido subiéndole apenas sobre las rodillas. El tono sonó dos veces, tres. Luego, silencio.
Nadie habló al principio.
—Miles… —murmuró ella, arrastrando las palabras—. ¿Estás ahí? Ven a buscarme, por favor. Estoy en The Red Room… ya sabes, ese bar con luces feas y música horrible. Estoy sola. Mara se ha ido y