La copa de vino tembló ligeramente en mi mano, pero no fue por el cristal fino ni por la música de fondo, ni siquiera por el vestido negro que apenas me dejaba respirar de lo ajustado que estaba. Fue por las miradas.
Todas.
De hombres y mujeres que sabían cómo matar con cuchillos, con balas… o con sonrisas.
—Relájate —susurró Viktor en mi oído, con su mano firme en la base de mi espalda—. Solo quieren saber si sangras.
—¿Y si lo hago?
—Que lo hagas despacio. Con elegancia.
¿Era una broma? ¿Un consejo? ¿Una advertencia?
No tuve tiempo de decidirlo, porque en cuanto cruzamos el umbral del comedor principal, todas las conversaciones cesaron. El murmullo quedó atrapado en las paredes como una respiración contenida.
Casi veinte personas en esa sala. Trajes impecables. Perfumes caros. Pistolas ocultas.
Y yo, una enfermera que hace un mes apenas podía pagar el alquiler, sonriendo como si supiera algo que ellos no.
Viktor levantó su copa.
—Mi esposa —anunció, como si estuviera presentando una