30

Desde que apareció esa maldita nota, no he tenido ni un segundo de paz. Es como si un aliento helado me soplara en la nuca cada vez que me doy la vuelta. Y claro, Viktor lo notó.

Su forma de reaccionar fue tan… él. Cámaras, vigilancia las veinticuatro horas, dos hombres apostados fuera de mi habitación como si fuera la princesa de Rusia. O una prisionera de guerra. A estas alturas, ya no sé cuál de las dos se ajusta mejor.

Intenté argumentar. Le dije que era exagerado, paranoico, que no podían vigilarme hasta cuando me quitaba el sujetador.

—Justamente por eso necesitan hacerlo —respondió él, sin apartar la vista del informe que tenía entre las manos.

Ni siquiera se dignó a mirarme cuando lo dijo. Pero esa tensión apenas contenida en su mandíbula me gritaba más de lo que sus labios se atrevían.

—No puedes meterme en una caja de cristal y esperar que respire normal, Viktor.

—No quiero que respires normal. Quiero que respires. Punto.

Y ahí terminó la discusión. No porque me rindiera. Si
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