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—No me vas a dejar aquí como si fuera una maldita mascota.

Estaba de pie en el pasillo del garaje subterráneo, con los brazos cruzados, los ojos encendidos y el pulso a mil. Viktor ya llevaba la chaqueta puesta, el auricular en la oreja, la pistola ajustada a la cadera. Todo en él gritaba peligro sexy y maldito, y eso solo me daba más razones para odiarlo por querer dejarme fuera.

—Ariadne, esta operación no es un juego. No hay margen de error.

—Y yo no soy una flor de adorno. Me llevaste a la villa. Me arrastraste a tu mundo. Me hiciste tu esposa de mentira y luego tu adicción personal. Así que no me mires ahora como si no pudiera con esto. Voy.

Él me sostuvo la mirada por varios segundos. Silencio. Ni una palabra. Solo ese maldito tic en su mandíbula, esa forma suya de decir estás rompiendo todas mis defensas sin necesidad de hablar.

—Joder —murmuró, girando sobre sus talones como si rendirse fuera peor que recibir un disparo—. Vas. Pero obedeces. Una sola vez que cuestiones una orde
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