Contrato con el diablo de la Mafia
Contrato con el diablo de la Mafia
Por: D.M
1

—Tienes tres días para pagar o los sacamos de la casa. A golpes, si es necesario.

Esas fueron las palabras exactas. Secas. Crueles. Vomitadas por la voz nasal de un desconocido al otro lado del teléfono. Ni siquiera se molestó en fingir amabilidad. Colgó antes de que pudiera soltar un "espere", un "por favor", o un "está usted equivocado".

No lo estaba.

Lo supe en cuanto miré la dirección de la llamada: el viejo número de mi padre, al que ya nadie contestaba desde que los acreedores empezaron a llamar como buitres.

La pantalla de mi celular se apagó, pero la presión en mi pecho no. Era como si algo se hubiera desplomado dentro de mí, aplastando lo poco que me quedaba de estabilidad.

Tres días.

Setenta y dos horas.

Y nos quedaríamos sin casa. Sin techo para mi madre enferma.

Estaba en la sala de descanso del hospital, con el uniforme arrugado, la coleta medio caída y las ojeras tan marcadas que podrían haber sido tatuajes. La máquina de café escupía su quinta señal de error y a mí ya no me quedaban monedas ni paciencia.

—Otra vez bloqueada —murmuré, dándole un golpe inútil a la máquina.

—Y tú otra vez aquí —dijo Marta, mi compañera de turno, entrando con su sonrisa cansada. Llevaba el cabello recogido en una trenza apretada y los ojos inyectados de cansancio. Como todos.

—¿Dormiste algo? —pregunté.

—¿Dormir? ¿Qué es eso?

Reí, pero el sonido salió quebrado. Me estaba rompiendo. Por dentro y por fuera.

No era justo. Yo no hice nada mal. Estudié. Me esforcé. Me partí la espalda para tener una vida digna. Pero parece que ser la hija de un hombre adicto a las apuestas tiene un precio, y yo lo estaba pagando con intereses.

Respiré hondo y volví a mi turno. Emergencias. Nada más emocionante que sangre, gritos y caos para olvidarte de que el mundo te está aplastando.

Y entonces llegó él.

No como un huracán. No. Como una maldita tormenta eléctrica que te roza la piel antes de estallar.

—Herido por bala en la pierna, arteria ilíaca comprometida —gritó uno de los paramédicos mientras empujaban la camilla. Pero no fue eso lo que me hizo detenerme.

Fue él. El que venía caminando detrás de la camilla como si no hubiera nada fuera de lugar. Alto, de traje oscuro, rostro cortado con precisión y esos ojos…

Dios.

Esos ojos.

Fríos. Intimidantes. Como si hubieran visto demasiado y ya nada pudiera afectarlos. Pero lo que me paralizó no fue su belleza. Fue el modo en que me miró.

Como si me conociera.

Como si supiera algo sobre mí que ni yo misma sabía.

—Prepárate —me dijo Marta—. Ese parece de los que mandan.

Y lo hacía. Tenía esa energía que te aplasta sin necesidad de levantar la voz. Ese aire de poder crudo y peligro latente.

Mientras los cirujanos entraban con el herido, él se quedó en la puerta, observando. Y luego caminó directo hacia mí.

—¿Ariadne Silva?

Mi nombre, en su boca, sonaba como algo prohibido.

—¿Nos conocemos? —pregunté, cruzando los brazos por reflejo, aunque mi voz tembló un poco. Solo un poco.

—Aún no —sonrió, lento. Como un lobo que se acerca al cuello de su presa con paciencia exquisita—. Pero vine por ti.

Risa sarcástica. Esa fue mi respuesta automática. Porque nadie en su sano juicio dice algo así sin sonar como un lunático.

—Mira, estoy en turno, y…

—Lo sé. Doble turno, en realidad. Y aún así no te alcanza —dijo, sacando algo del bolsillo de su abrigo. Una carpeta. Puso una hoja frente a mí—. Reconoces esa firma, ¿cierto?

Mis ojos se clavaron en el papel.

La firma de mi padre.

Un préstamo.

Una cifra grotesca.

Una fecha de vencimiento: hoy.

—¿Qué es esto?

—El fin del juego. Y el principio de otro —respondió él, metiendo las manos en los bolsillos mientras su mirada se clavaba en la mía—. Tu padre hipotecó más de lo que podía ofrecer. Ahora es momento de cobrar. Pero no te preocupes. Hay… alternativas.

Su tono me heló la sangre.

—¿Qué clase de alternativas?

—No aquí. No ahora. Hoy solo vine a advertirte.

Se inclinó un poco, lo justo para que su voz rozara mi oído.

—Es curioso cómo alguien tan recto puede tener un pasado que oculta tanto.

Tragué saliva.

Quería preguntarle qué sabía. Cómo me había encontrado. Por qué me miraba así. Pero mi lengua estaba paralizada.

—¿Quién eres?

—Alguien que puede darte una salida. A un precio justo.

—¿Mafioso?

Él sonrió. Un movimiento leve, pero devastador.

—¿Eso te asusta o te excita?

No respondí. Y él pareció disfrutarlo.

Sacó una tarjeta y la deslizó en el bolsillo de mi bata.

Sus dedos rozaron mi cintura.

Demasiado breve.

Demasiado intencionado.

—Vamos a vernos pronto —dijo, dándose la vuelta—. Tengo una propuesta que no vas a poder rechazar.

Y se fue.

Sin mirar atrás.

Como si ya supiera que, me resistiera o no, yo terminaría siguiéndolo.

Esa noche no pude dormir.

No por las deudas.

No por la amenaza.

Sino por sus palabras.

Por su mirada.

Por el nombre que no me dio.

Aunque en mi interior, ya sabía quién era.

Viktor Sokolov.

El hijo del Don.

El diablo de la mafia rusa.

Y había venido a buscarme.

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