Nunca me ha gustado el invierno. No por el frío —puedo soportar las bajas temperaturas con un buen abrigo y una taza de café—, sino por lo que representa: quietud. Silencio. Esa sensación de que todo está detenido y solo tú sigues respirando.
Y eso es exactamente lo que sentí cuando el avión privado tocó tierra frente a la villa de los Makarov. Como si me hubieran empujado dentro de un cuento de hadas oscuro, con pasillos dorados, techos altos y secretos escondidos en las paredes.
—Sonríe, esposa —susurra Viktor contra mi oído mientras me ayuda a bajar de la escalinata del jet—. Todos creen que vinimos a celebrar.
—¿Y qué celebramos? —pregunto, en un murmullo que nadie más puede oír.
—Que sigues viva. Que sigues conmigo.
Sus palabras deberían darme seguridad, pero lo único que hacen es apretarme la garganta. Desde el baile, desde que Irina dejó esa nota en mi cama, desde que el Don me confesó que todo había sido un plan... no confío en nada. Ni siquiera en mis propios latidos.
Ni siqu