Ariadna se encontraba en el despacho de Elias, la misma habitación que había sido testigo de revelaciones impactantes. Aún podía sentir el eco del último beso compartido, la promesa tácita de un futuro incierto. Pero esa atmósfera cargada de intimidad y complicidad se había evaporado. En su lugar, el aire era un campo de batalla de voluntades opuestas.
Elias, con su figura imponente, se movía por la habitación con la misma inquietud que la recorría a ella. Parecía un depredador enjaulado, sus ojos azules, normalmente tan fríos y calculadores, brillaban con una preocupación inusual.
—Nos vamos a Florencia, Ariadna —dijo él, sin rodeos, su voz profunda resonó en el despacho. No era una sugerencia, era una orden.
Ariadna frunció el ceño. Hacía apenas unas horas, él había jurado protegerla, que este era su hogar, un refugio para ella y su familia. Y ahora, sin previo aviso, la quería lejos.
—¿Florencia? ¿De qué hablas, Elias? —preguntó Ariadna, su voz era una mezcla de asombro y frustraci