Ariadna aceptó la oferta de Elías con una frialdad calculada que la sorprendió a sí misma. Cada palabra que pronunció fue un acto de traición a la confianza que, en un momento de debilidad, había comenzado a depositar en él. "Sí", había dicho, con una voz extrañamente serena. "Iré a Florencia contigo. Pero solo si me prometes que me mantendrás informada sobre mi madre".
Era la única condición que se le ocurrió en ese momento, una excusa para ganar tiempo y alimentar la farsa. Sabía que Elías aceptaría sin dudar. Su deseo de tenerla cerca era una debilidad que ella estaba dispuesta a explotar. Él, el Alfa implacable, era ciego ante sus verdaderas intenciones, cegado por una necesidad que Ariadna no lograba comprender del todo, pero que percibía como una jaula.
El viaje fue una tortura silenciosa. Ella se acorazó en una burbuja de indiferencia, evitando su mirada, sus gestos, incluso el aire que compartían. En el avión privado, se sentó en el extremo opuesto, con los audífonos puestos y