El silencio era lo único que quedaba después de que Elias se marchara, un vacío helado que Ariadna sintió en cada poro de su piel. Se llevó una mano a la boca, aún sintiendo el rastro del beso. Había algo en ese momento de intimidad que la había sacudido hasta la médula. No era solo un beso, era una declaración, una posesión. Él la había reclamado como su compañera con sus labios y con la mirada dorada de su lobo interior.
Pero la última frase de Elias la devolvió a la dura realidad. “La maldición no está solo en mi gente, Ariadna. Alguien más lo sabe”. El misterio ahora tenía un rostro. Alguien que no pertenecía a la manada estaba en los Cárpatos, al tanto de su llegada y del secreto que ella llevaba en la sangre.
Con el corazón latiéndole como un tambor de guerra, Ariadna salió del despacho y regresó a su habitación. La noche se le hizo eterna. Se pasó horas mirando el techo, tratando de asimilar todo lo que había sucedido: la verdad sobre la maldición, su papel en ella, el beso con