Hedor
Ariadna caminó por el Límite de Ceniza durante casi dos horas, el sol ya se había ocultado hacía horas, dejando el cielo de un color púrpura oscuro y helado. El terreno era aún peor de lo que Elías había descrito: yermo, desolado y extrañamente silencioso. Cada paso levantaba una fina nube de ceniza grisácea, y la atmósfera opresiva le recordaba constantemente que estaba pisando una tierra envenenada por la magia.
La ausencia de dolor físico era su única ventaja, pero el esfuerzo mental la agotaba. Su cuerpo humano no estaba diseñado para el rigor de la montaña, y la falta de sueño y la ansiedad se sumaban a la debilidad residual de su reciente enfermedad. Para el anochecer, su musculatura gritaba por un descanso, y la sed le resecaba la garganta. Sin embargo, en cada momento de flaqueza, el recuerdo del rostro desesperado de Elías, arrodillado al borde de la frontera, la obligaba a seguir adelante. No era solo la vida de ella lo que estaba en juego, sino la esperanza de una vid