Berlín, Alemania
Emilia
Al llegar a casa, abro la puerta principal esperando el mismo silencio de siempre. Ese eco hueco que llena los pasillos como una presencia más en la mansión. Pero hoy no está. Hoy hay gritos. Gritos de mujer.
Mi primer impulso es congelarme. Me quedo quieta en el umbral, sintiendo cómo mi corazón se acelera, cómo la piel de mis brazos se eriza al reconocer el tono de esos gritos: miedo. Dolor. Desesperación.
Son gritos humanos, crudos, desgarradores. Nada como lo que debería escucharse dentro de una casa, ni siquiera dentro de esta llena de crueldad.
Sigo el sonido con pasos lentos y temerosos. La alfombra de los pasillos amortigua mis pisadas, pero el temblor de mis piernas lo hace evidente. El ruido viene desde el ala este, desde la oficina de papá.
Me detengo frente a la puerta. Dudo. No tengo permitido entrar ahí. Nadie lo tiene, salvo que él lo indique. Esa regla está grabada en mi memoria como tantas otras que jamás se cuestionan. Pero los gritos… los g