Al siguiente día, Dante bajó las escaleras silbando. Se estiraba como un felino satisfecho. En la sala de estar, con su traje de seda perfectamente planchado y su taza de té en mano, estaba Isandra Moretti.
—Buenos días, hijo.
Dante la saludó con dos besos en la mejilla y caminó hacia la cafetera como si gobernara el mundo.
—¿Dónde está tu sombra? ¿no la harás venir para que ella elija tu ropa? Ya tu hermano me dijo que una asistente nueva te trae enganchado. Sabes que me gusta saber con quién te juntas. ¿no la vas a traer para que la conozca? ¿o debo ir a la empresa?—preguntó ella sin rodeos.
Él sonrió por encima de su hombro.
—Ese chismoso. Ella está en su apartamento. Rodeada de bolsas de diseñador. Aún debe estar dormida entre encajes y perfumes. No pienso traerla aquí. Y espero que no aparezcas sin avisar.
Isandra entrecerró los ojos. Había una energía distinta en su hijo. Algo... más suave. Más distraído. Parece que había madurado.
—No sueles consentir a tus asist