Margaret sintió un temblor en su pecho, pero se obligó a sonreír.
—Gracias por decírmelo.
—De nada. —respondió Gina, encogiéndose de hombros—. Nos vemos, Margot.
Durante su almuerzo, Gina se sentó con ella y le soltó más chismes. Margaret asentía en silencio mientras comía una ensalada de atún que no tenía sabor a nada.
Por la tarde, mientras tomaba un café para aguantar el dolor de su cuerpo, un hombre se acercó a la máquina dispensadora. Era alto, con cabello castaño oscuro, traje azul marino y ojos verdes claros. Sonrió con un aire de galán.
—Hola, no te había visto antes. Soy Philly Santonini, jefe de marketing. ¿Cómo te llamas?
Margaret levantó la vista y sonrió suavemente.
—Margaret. Trabajo en dirección general.
Philly le iba a responder algo coqueto cuando de pronto su rostro se tensó y palideció. Sus ojos se quedaron clavados detrás de ella. Margaret frunció el ceño, girándose lentamente.
Dante estaba parado a unos metros, sus ojos azules eran fuego helado, su mandíbula marcada temblaba de ira.
Philly tragó saliva con fuerza.
—Disculpa… yo… nos vemos después. —dijo antes de salir casi corriendo.
Dante caminó hasta ella con pasos lentos, peligrosos. Se detuvo frente a ella, mirándola desde su altura de alfa imponente.
—No quiero verte hablando con ningún hombre aquí. —su voz era baja, un gruñido contenido.
Margaret alzó la barbilla y sus ojos azul cielo se clavaron en los de él con una serenidad peligrosa.
—¿También tengo prohibido hablar con hombres fuera de la empresa?
Por un instante, Dante se quedó en silencio, desconcertado. Nunca le había restringido a ninguna asistente hablar con personal masculino. ¿Por qué esa mujer lo sacaba tanto de control?
—Haz lo que quieras cuando termine nuestro contrato. Pero en la empresa no quiero verte con ningún otro. —dijo finalmente, dándose la vuelta con su traje ondeando como capa.
Margaret volvió a su puesto con el corazón latiendo rápido. Desde su escritorio podía verlo a través de la pared de cristal. Él hablaba por teléfono, pero sus ojos la miraban cada tanto, como un lobo observando a su presa.
Cuando dieron las seis de la tarde, ella se levantó, respiró hondo, caminó hacia su oficina y tocó la puerta.
—Señor Moretti, ya terminé todo por hoy. ¿Tiene algún otro pendiente?
Dante alzó la vista, sus ojos se quedaron clavados en los de ella. No sabía por qué diablos su lobo estaba tan inquieto, aullando como un salvaje desde que la olió en el pasillo en la mañana.
—No. Puedes retirarte.
Margaret asintió. Salió con pasos elegantes, cargando su bolso. Pero no había avanzado mucho cuando Gio contestó el teléfono tras recibir una orden directa.
—Sí, jefe. Lo haré.
Colgó y marcó a otro número.
—Kaiser, te envío la foto de la nueva asistente del CEO. Quiero su itinerario diario completo. Con quién se ve, qué come, dónde va, a qué hora se ducha y a qué hora se acuesta a dormir. —dijo con su voz grave.
—Entendido —respondió una voz masculina desde el otro lado.
Margaret no tardó en notar que la seguían. Mientras caminaba hacia su pequeño apartamento en un barrio humilde luego de bajar del metro, miraba su reflejo en cada vitrina. Kaiser Tommasino, un hombre de cabello rubio cenizo, barba de tres días, ojos verdes y un aire tranquilo pero implacable, en las siguientes horas luego de ver que entró a su apartamento, preguntaba a cada vecino de esa inquilina nueva.
Todos repetían lo mismo:
—Sí, vive aquí con su tío enfermo, se mudaron desde hace dias porque parece que ella encontró trabajo. Pobrecita, tan joven con tantos problemas y tan responsable.
Marco había visitado a cada vecino, tosiendo con fuerza, su cabello teñido de canas y su rostro demacrado por el maquillaje que Margaret le aplicaba cada mañana.
—Tengo una infección pulmonar… —les decía con su voz ronca—. Pero mi sobrina me cuida muy bien, gracias a Dios.
Margaret suspiró al entrar a su apartamento. Cerró la puerta con llave y dejó caer su bolso al suelo. Marco salió de la cocina, donde preparaba sopa con arroz.
—¿Cómo estuvo todo? —preguntó con su voz grave, su mirada azul oscuro llena de preocupación.
Ella lo miró con lágrimas quemándole los ojos. Caminó hacia él y lo abrazó con fuerza, escondiendo su rostro en su pecho.
—Marco… dime la verdad… ¿Quién era mi padre realmente?
Marco la sostuvo con sus brazos fuertes, acariciándole el cabello mientras su propia garganta se cerraba de tristeza.
—Es hora de que sepas todo, pequeña loba. —susurró—. Todo lo que tu padre hizo… y todo lo que nos dejó… incluyendo esa maldita llave que podría destruirlos a todos.
Marco suspiró, sentándose frente a Margaret en la pequeña mesa de la cocina. Ella bebía té caliente para calmar su dolor estomacal mientras lo miraba fijamente.
—Háblame… no me mientas más —dijo ella con voz fría, casi rota.
Marco se frotó el rostro con sus manos grandes y callosas. Sus ojos azules se llenaron de sombras.
—Tu padre… Vittorinox… no era un santo, Margaret. Sí, te amaba, pero su mundo… era el infierno. —suspiró—. Él robó esa llave… no solo para ti, sino para controlar la tumba de los antiguos licántropos. Sabía que allí había tesoros… armas ancestrales… artefactos de poder… y un elixir de la juventud—tragó saliva— Y no era su primer robo. Él era un mafioso igual que ellos. Pero al final… quiso protegerte.
Margaret lo miraba sin parpadear. Sus manos temblaban alrededor de la taza caliente.
—¿Por qué me registró como Mark Pappaterra?
—Para protegerte. Nadie buscaría a una niña. —Marco bajó la mirada—. Cambió tu género y apellido. Fue su última orden antes de morir.
Las lágrimas se acumularon en los ojos azul cielo de Margaret. Su pecho dolía como si le clavaran mil agujas.
—Yo… yo lo amaba tanto… —susurró—. Y aún así… ¿era un asesino?
—Era un hombre… en un mundo de monstruos —respondió Marco, poniéndose de pie para abrazarla.
Esa noche durmió en su habitación, pero la paz no llegó.
Soñó con su padre.
Lo vio, con su traje gris manchado de sangre, tendido en el suelo de mármol blanco. Sus ojos azules la miraban con dolor.
—Mark… —la llamó con un hilo de voz—. Hija… no te rindas… no los perdones… mátalos a todos.
Margaret despertó sudando, con un grito ahogado en su garganta. Su camisón estaba empapado y su entrepierna palpitaba con un dolor sordo. Sintió náuseas, mareos y frío. No podía más.
Se levantó temprano, antes del amanecer, y tomó un taxi hacia el hospital. Tenía un turno de emergencia con ginecología. Quería una solución. Quería abortar si realmente estaba embarazada.
La doctora, una mujer de cabello gris recogido y ojos oscuros, la examinó con cuidado. Margaret la miraba con desesperación. Se lo habia confirmado ella estaba embarazada. Como loba blanca hija de la luna habia concebido en su primer encuentro y su desarrollo iba en aumento por ser el feto de un lobo alfa dominante.