Margaret salió del baño de la oficina con pasos lentos y la vista nublada. Cada músculo de su cuerpo le dolía como si hubiera sido atropellada por un camión. Se sentó en su nuevo escritorio frente a la oficina de Dante, era como una antesala antes de entrar a la oficina del ceo, ella revisó los contratos que Dante le había dejado sobre la mesa y respiró hondo. Sacó de su bolso un frasco pequeño con pastillas, tragó un relajante muscular y un tranquilizante, y bebió agua con las manos temblorosas.
“No puedes quebrarte, Margaret”, se dijo en silencio. “No ahora.”
Acomodó su falda, se peinó rápidamente con sus dedos y comenzó a leer cláusula tras cláusula. Necesitaba concentrarse, ignorar el ardor que sentía en su intimidad y el dolor punzante en su marca.
Cuando alzó la vista, notó que afuera, en la puerta de vidrio esmerilado, había dos nuevos agentes de seguridad. No eran los mismos betas vulgares del club.
El primero, un hombre de unos cuarenta años, alto, fornido, con cabello castaño oscuro y ojos marrón, vestía un traje gris con auricular en el oído y un reloj de lujo en la muñeca. Su mirada era fría y profesional. En su placa de identificación decía Enzo.
El segundo, un hombre más joven, tal vez treinta y tantos años, tenía el cabello negro cortado al ras, una barba perfectamente delineada y unos ojos grises como el acero. Su presencia era mucho más oscura. Vestía completamente de negro y llevaba tatuajes en las manos. Margaret sintió un escalofrío. Podía oler la muerte en él.
Giovanni… o como su placa decía, “Gio”.
Mientras repasaba documentos, escuchaba sus voces graves hablando en la puerta.
—El jefe la marcó, ¿no? —preguntó Enzo en voz baja, mirando a Margaret de reojo.
—No seas idiota —respondió Gio, sin apartar la vista del pasillo—. Si la hubiera marcado, no estaría tan tranquila ahí sentada. Además, ¿no ves que apenas puede caminar? Solo fue un polvo más. Le doy dos semanas para que no aguante más y se largue. Apuesto mil dólares.
Enzo rió suavemente.
—Es hermosa… ya entiendo por qué el jefe la contrató directo después de follársela en el club. Aunque si te fijas ella huele al jefe. Creo que si la marcó.
Gio no respondió, pero sus ojos grises se posaron en Margaret con desconfianza. Era un asesino a sueldo, y su instinto nunca le fallaba. Esa mujer no era solo una secretaria más. Había algo extraño en su mirada, en su postura contenida, en esa aura de loba silenciosa y peligrosa que intentaba ocultar.
A media mañana, Dante salió de su oficina ajustándose los gemelos de su traje negro.
—Vamos, tenemos un almuerzo de negocios —dijo con su voz fría y autoritaria.
Margaret se puso de pie al instante, recogiendo su tablet y carpeta con anotaciones. Gio y Enzo caminaron delante de ellos mientras bajaban por el elevador privado y salían al estacionamiento subterráneo donde un Maserati negro los esperaba.
Durante el trayecto, Margaret mantuvo la vista fija en el paisaje de Las Vegas que se desdibujaba tras la ventanilla. Su mente era un torbellino de estrategias, recuerdos y odio. Aun no encuentra la oportunidad de estrangularlo sin llamar la atención. Ese maldito hombre no está solo ni un maldito momento.
Llegaron a un restaurante de lujo con paredes de mármol blanco y cortinas negras. La mesa reservada estaba en un área privada al fondo. Allí los esperaba un hombre calvo, de piel bronceada, con traje beige y corbata roja. Tenía un anillo de oro macizo con un zafiro azul en la mano izquierda. Sus ojos negros y pequeños brillaban con crueldad.
—Dante Moretti —dijo con una sonrisa repulsiva mientras se levantaba y lo saludaba con un abrazo masculino—. Qué gusto verte, viejo amigo.
—Salvatore Picasso —respondió Dante con una sonrisa tensa.
Margaret sintió un escalofrío. Había escuchado ese nombre antes. Un policía corrupto, jefe de la brigada antimafia, conocido por vender información a las familias criminales que pagaran más. Tenía bajo su mando decenas de agentes sucios y asesinos.
Se sentaron. Margaret abrió su tablet y comenzó a tomar notas en silencio, mientras Enzo y Gio permanecían detrás de Dante como dos sombras mortales.
—Tenemos un problema —dijo Salvatore, bebiendo un sorbo de su whisky caro—. Sigue desaparecido el hijastro de ese bastardo que tu familia mató hace seis años.
Margaret sintió un frío recorrerle la columna. Su corazón latía con fuerza en su pecho. Intentó no temblar. Fingió escribir en su tablet mientras escuchaba cada palabra con atención extrema.
—¿El hijastro de Vittorinox Romano? —preguntó Dante con ceño fruncido.
—Sí. Mark Pappaterra. Al parecer era adoptado. Nadie sabe mucho de él. Solo que Vittorinox lo registró con ese nombre y se rumorea que heredó algo importante.
Margaret tragó saliva con fuerza. “Mark Pappaterra… ¿adoptado? ¿A caso hablan de mi?”.
Salvatore miró a Dante con seriedad absoluta.
—Hay algo más. La llave que Vittorinox robó antes de morir. Esa llave abre la tumba sagrada de los licántropos del linaje original, ancestros de tu familia. Ahí guardan armas, oro, tesoros… y secretos. Si ese mocoso la tiene, podría venderla a cualquiera de tus enemigos. O tal vez nisiquiera sabe que es importante y la tiró por ahi.
Margaret sintió que su respiración se detenía. Llevó su mano a su pecho, donde bajo su blusa, colgaba la cadena de plata con la llave antigua. Su padre… su padre la había protegido hasta el final. La hizo pasar como su hijo adoptivo y le dejó una identidad masculina. Por eso nunca la encontraron. Buscaban a un chico, no a una mujer.
Pero la revelación la golpeó como un puñal helado en el estómago.
“Mi padre… ¿robó esa llave? ¿No era un héroe…? ¿No murió como un mártir?”
—Ese bastardo no era ningún santo —continuó Salvatore, encendiendo un cigarro—. Robó, asesinó, traicionó a medio mundo. Pero hay que admitir que era astuto. Si no fuera por tu familia, seguiría vivo.
Margaret apretó su tablet con tanta fuerza que sus dedos se pusieron blancos. Sus ojos azul cielo brillaron con lágrimas contenidas. Sí… tal vez su padre no era un héroe. Pero seguía siendo su padre. Y aunque hubiera sido un demonio, ella lo vengaría igual.
Porque Margaret Romano Castañeda no había nacido para derramar sangre pero ese maldito alfa la orilló al abismo dejandola huelfana.
Dante habló con voz grave, sacándola de sus pensamientos.
—Encuentra a ese chico antes de que los Greco o los Marino lo hagan primero. Traelo vivo o con un miembro de su cuerpo mesnos si es necesario. La llave me pertenece.
Margaret bajó la vista, ocultando el odio en sus ojos.
“Maldito seas, Dante Moretti. Maldito sea tu linaje. Haré que cada gota de tu sangre valga la pena cuando caigas a mis pies.”
La reunión terminó pasada la una de la tarde. Dante salió primero, seguido de Enzo y Gio. Margaret caminó detrás, su paso firme y su rostro impasible, aunque por dentro su cuerpo gritaba de dolor.
Cuando llegaron al estacionamiento, Dante subió al Maserati negro. Margaret iba detrás, acomodándose junto a la puerta, pero antes de cerrar, Dante extendió su mano y la posó sobre su pierna desnuda bajo la falda.
Margaret sintió un escalofrío helado subirle desde la rodilla hasta la nuca. Su instinto fue apartarlo, morderlo, sacarle os ojos con el boligrafo, arrancarle los dedos de un tajo, pero al levantar la vista notó cómo Gio, sentado en el asiento del copiloto, la observaba fijamente a través del retrovisor. Su mirada de asesino era clara: “Haz un solo movimiento y mueres aquí mismo”.
Margaret tragó saliva, controlándose. Bajó la vista y dejó que su cuerpo permaneciera quieto, como una estatua de mármol. Sus dedos apretaron con fuerza la carpeta sobre su regazo, tanto que sus nudillos palidecieron. Si pudiera, usaría el bolígrafo que llevaba en la blusa para sacarle los ojos a ese maldito alfa.
Llegaron a la empresa de nuevo. Dante bajó primero, ajustándose el traje. Margaret salió después, sintiendo las miradas de todos los empleados en la recepción. Caminó detrás de él hasta su oficina, donde la recepcionista, una mujer voluptuosa con cabello negro liso, ojos marrones almendrados y un uniforme entallado, se acercó a ella con una sonrisa amplia.
—Hola, nueva asistente… soy Gina Magnali, recepcionista de piso. Bienvenida al infierno. —rió en voz baja.
Margaret apenas curvó sus labios en una sonrisa educada.
—Gracias… soy Margaret.
—Lo sé. —dijo Gina, bajando la voz mientras caminaban hacia la máquina dispensadora de café—. Te acloparás rápido. Te daré un consejo: le gusta el café negro, sin azúcar, con un chorrito de licor de cacao. Su agenda siempre debe estar lista la noche anterior, su oficina impecable y el control del clima en 19 grados exactos. Odia que las luces estén apagadas cuando entra. Y no hables con ningún proveedor sin que él lo autorice.
Margaret la miró de reojo mientras se servía café. Gina continuó hablando como un río.
—Aquí todas saben que él… bueno, ya sabes… se coge a sus asistentes, secretarias, becarias… la última solo duró una semana. Salió llorando y sin indemnización.