Margaret sostuvo el frasco entre sus manos, temblando. Cada gota de ese líquido dorado parecía pesar toneladas. Dante yacía en la cama, inconsciente, su respiración era irregular y débil, la sangre habia empapado su camisa y la sábana debajo. El médico mantenía presión sobre la herida, sudando y murmurando instrucciones apremiantes.
—No sé cuánto más puede aguantar… —dijo, la voz cargada de tensión—. Necesita transfusión, antibióticos y analgésicos… rápido.
Kaiser, de pie cerca de la ventana, apretaba la pistola con los nudillos blancos, observando cada movimiento en ela habitación.
—Haz algo —gruñó—. La situación está demasiado peligrosa afuera.
Margaret tragó saliva y se acercó a Dante. Su corazón latía con fuerza, un tambor frenético que le martillaba en los oídos. Respiró hondo, tratando de calmarse, y con manos temblorosas abrió el frasco del elixir. El líquido brillaba tenuemente, casi como si estuviera vivo.
—Esto… esto es lo único que puede salvarlo —susurró, más para sí misma