Un hilo de luz cruzó la habitación y rozó el rostro de Dante, que llevaba dos días sumido en un sueño profundo. Margaret, con la cabeza apoyada sobre la silla, no se había movido en horas.
Su cuerpo estaba entre el cansancio y las náuseas que la golpeaban cada tanto. No había dormido bien, ni comido más que un par de galletas de soda. El olor a medicina y sudor la mantenía en un estado de alerta que le resultaba insoportable.
El médico había dicho que Dante estaba fuera de peligro, pero no por mucho. “El elixir lo sostuvo”, había explicado. Margaret aún no sabía si había hecho bien o si acababa de condenarlos a todos.
Dante respiró hondo. Por primera vez en dos días, su pecho se elevó con fuerza y un leve sonido gutural escapó de su garganta. Margaret levantó la cabeza con sobresalto y la mirada fija en su rostro.
—¿Dante...? —susurró.
Él se removió un poco, los párpados vibraron. Después, con un esfuerzo visible, abrió los ojos.
Sus pupilas se movieron lentas, como si le costara ubi