Finalmente, me casé con el señor Feldman. Me tomó de la mano, radiante de felicidad, ajeno a las miradas o comentarios que pudiera provocar entre los asistentes.
No hubo celebración. Me condujo directamente al auto, donde Eder ya nos esperaba. Subí primero, seguida por él, que cerró la puerta con decisión.
—Vamos a celebrar nuestra noche de bodas, mi querida Amelie.
Los nervios me traicionaban. Mis manos temblaban tanto que sentía que iban a desprenderse de mis muñecas. Aún podía echarme atrás. Tal vez la cárcel no fuera tan terrible comparada con lo que me esperaba esa noche. Pero pensaba en Danna y Hanna, mis hermanas, apenas adolescentes, y en mi madre, demasiado mayor para trabajar. Ellas dependían de la compañía... y de mi sacrificio.
—Cla… Claro —respondí, con la voz temblorosa.
Él miraba por la ventana, sonriendo satisfecho, mientras yo me consumía por dentro. No era su edad lo que me perturbaba. Todos envejecemos. Era la idea de sus manos sobre mi cuerpo, de ser poseída por él… ¡Dios, no!
Eder condujo durante más de una hora hasta llegar a una quinta en las afueras de la ciudad. Otro lugar opulento, repleto de lujos que contrastaban con la desesperación que me embargaba.
Bajé del auto y respiré hondo, buscando algo de alivio en el aire fresco. El señor Feldman caminó despacio. Esta vez no me tomó de la mano. Solo se adelantó, señalándome el camino.
—Aquí vamos a pasar nuestra noche de bodas, mi querida esposa. Muero por concebir un hijo.
Caminé rápidamente tras él, levantando la cola de mi vestido para no tropezar.
—Señor Feldman, necesito ser honesta con usted… no puedo consumar nuestra noche de bodas. Por favor.
Él se giró con una sonrisa aún más amplia, como si mis palabras le resultaran irrelevantes.
—¿Por qué no? Eres mi esposa. Para eso nos hemos casado.
No quería sonar cruel ni indiferente. Simplemente, mis principios, mis gustos, todo en mí se negaba a la idea de acostarme con un hombre tan mayor.
—No es que no quiera, señor… es que… estoy en mis días —mentí, bajando la mirada.
—No tengo problema con eso, mi querida esposa. Ven, entremos.
La puerta de la quinta se abrió, y al fondo, la sala de estar resplandecía con elegancia. Desde un anexo, se veía un jacuzzi burbujeante, una mesa con una botella de champaña y dos copas listas para ser servidas.
El ambiente era cálido, acogedor, romántico… y para mí, casi asfixiante.
—Allá está la habitación principal —dijo, señalando una puerta de madera al final del pasillo—. Puedes cambiarte allí. Sobre la cama está lo que quiero que lleves puesto esta noche. Descansa, tómate tu tiempo… y ponte hermosa, esposa.
Lo miré, perpleja, sin saber cómo seguir respirando.
—¿Y usted? Señor, ¿qué hará?
—Esperar por ti, cariño —sonrió, mostrando sus dientes amarillentos. Un escalofrío recorrió mi espalda al verlo. —Claro, señor Feldman —asentí y me giré para dirigirme a la habitación.—Amelie —me llamó.
—Dígame, señor. —Eres una mujer muy hermosa. Sé que serás una buena esposa, nos vemos a las siete. Por favor, quiero que te veas sensual.Su tono insinuante me provocó un profundo asco.
—Claro, señor —respondí con frialdad antes de apresurarme a cerrar la puerta tras de mí.Caí sentada, apoyando la espalda contra la madera. Me llevé los nudillos a la boca para ahogar los sollozos que se desbordaban, temblando de rabia y dolor.
Mi padre me estaba haciendo pagar por mis errores. Porque sí, casarme con Armando había sido un error monumental.
Levanté la vista hacia la cama. Encima, una lencería roja, diminuta y provocadora. Un traje hecho para humillarme. ¡Viejo asqueroso! ¿De verdad creía que me pondría eso?
También había un jabón de esencias y perfumes caros. Con furia, arrojé todo sobre la mesa de noche y me dejé caer entre las sábanas, llorando sin consuelo.
Un zumbido en mi bolso me hizo reaccionar. El teléfono vibraba. Era un número desconocido.
—Hola —respondí por inercia, intentando disimular la voz quebrada.
—Mi amor, ¿por qué no me contestabas? Te he estado buscando por todos lados, cariño.
—¿Armando? —El corazón se me detuvo por un instante—. ¿Qué haces llamándome?
—Me enteré de que te casaste con el papá de Rosalía. Te conozco, Amelie. Sé que no lo hiciste por amor, ni por interés. Debemos hablar. Sé que cometí un error, uno muy grande. Me arrepiento, quiero estar contigo.
Solté una carcajada amarga, cargada de sarcasmo.
—¿Y Rosalía? —pregunté con frialdad.
—Esa mujer es insoportable. Me culpa porque te casaste con su padre. Ni siquiera me prepara un café.
—¿Entonces lo que necesitas es una empleada? Págale el servicio a una.
—No, mi amor, escúchame… tengo planes para nosotros.
Antes de que pudiera seguir hablando, corté la llamada. Me levanté con decisión, fui al baño y me deshice del vestido de novia. Entré a la ducha sin mirar atrás. No supe cuánto tiempo pasé bajo el agua ni cuántas horas llevaba sola.
Finalmente, me puse la maldita lencería, pinté mis labios de rojo y me senté en silencio, esperando, resignada al destino cruel que me esperaba, esa era mi suerte.