UN MATRIMONIO ARREGLADO

Ni siquiera habían pasado dos días cuando ya todo estaba decidido, el matrimonio con el señor Feldman era un hecho. La mansión bullía de actividad, todos iban y venían como si se prepararan para un gran evento, y yo me sentía como un maniquí de exhibición mientras las encargadas del vestido y el peinado trabajaban con destreza sobre mí.

De mi futuro esposo sabía poco. Solo que era un excéntrico millonario, fundador de múltiples empresas en la ciudad, viudo desde hacía diez años y padre de dos hijos: Damián y Rosalía. Al primero no lo había vuelto a ver desde aquel fugaz encuentro en el despacho de su padre.

Me sonrojé al recordar lo ingenua que fui al pensar, en un principio, que él sería mi prometido.

—Listo, señorita. ¡Está perfecta! —anunció la estilista, sacándome de mi ensimismamiento.

—Gracias —respondí con frialdad, y la mujer que arreglaba mi vestido se retiró, dejándome sola frente al espejo.

Mis ojos se llenaron de lágrimas. Dolía recordar mi primer matrimonio. Fue sencillo, bajo una capilla modesta, sin vestido elegante ni anillos lujosos, pero en ese entonces era verdaderamente feliz.

Tomé el teléfono. Tenía un par de mensajes nuevos de Armando. No los abrí, ya era bastante cruel seguir hiriéndome con él.

Respiré hondo y salí de la habitación. La boda se celebraría en el jardín principal de la mansión de los Feldman. Estaba a punto de bajar las escaleras cuando, de pronto, Damián apareció nuevamente. Pasé junto a él sin detenerme, apenas dibujando una leve sonrisa en la comisura de los labios.

—Eres una trepadora —soltó de golpe, y su voz cargada de odio me atravesó.

Me giré en seco, con los ojos abiertos por la sorpresa.

—¿Qué? ¿Quién te crees para hablarme así?

—Sé perfectamente lo que hacen mujeres jóvenes como tú. Buscan a hombres como mi padre para quedarse con todo su dinero. Pero no te lo voy a permitir.

Sentí cómo el rostro me ardía de indignación. ¿Qué estaba diciendo este imbécil?

—Mira, Damián, no quiero nada de tu padre. Él me tiene amenazada si no me caso con él, y créeme que no me interesa en lo más mínimo lo que posee.

Reanudé mi camino hacia las escaleras, pero él dio dos pasos rápidos y me alcanzó. Me tomó del brazo, sus dedos se clavaron ligeramente en mi piel.

—Escúchame bien, Amelie. No voy a permitir que una oportunista como tú se quede con el dinero de mi familia. Yo he trabajado duro desde la universidad para que ahora tú vengas a robar lo que no te pertenece.

Me zafé de su mano con un tirón, y lo observé de arriba abajo con desprecio.

—Tu advertencia está de más. Ahora, tengo una boda que atender.

Bajé las escaleras a toda prisa. El corazón me latía con fuerza. No entendía qué estaba ocurriendo realmente en esa casa, todo parecía ir en mi contra. El hecho de que mi exmarido estuviera con Rosalía parecía haber encendido el odio de todos hacia mí.

Caminé por el jardín, donde el señor Feldman ya me esperaba. Ni siquiera sabía cuál era su nombre, y me incomodaba tener que llamarlo constantemente "señor Feldman". Me resultaba agotador. Al verme, esbozó una sonrisa, mientras los invitados, todos sin excepción, me observaban con desprecio. No era solo Damián. Cada mirada me atravesaba como si realmente fuera una arpía dispuesta a cazar a su presa.

Al frente, distinguí a mi madre junto a mis dos hermanas menores. Al cruzar nuestras miradas, ella sonrió y suspiró con ternura. Parpadeé rápidamente para contener las lágrimas.

—Estás muy hermosa, Amelie —dijo mi futuro esposo con voz suave mientras tomaba mi mano. Su piel era áspera, su aliento desagradable, y la sola idea de tener que consumar ese matrimonio me producía un dolor punzante, como cuchillos hundiéndose en mi interior.

—Gracias, señor —respondí, y la ceremonia dio inicio. El cura hablaba sobre la importancia del matrimonio, los valores, el amor y la familia. Palabras completamente vacías en el contexto en el que nos encontrábamos. Sin embargo, mi madre irradiaba felicidad, como si nada de aquello fuera impuesto.

El momento de los votos llegó. El cura sonrió mientras intercambiábamos anillos. El señor Feldman colocó el mío, y yo el suyo.

—Si hay alguien que se opone a este matrimonio, que hable ahora o calle para siempre —anunció el cura, lanzando una mirada alrededor.

Creí que todo seguiría su curso, hasta que, desde el fondo del jardín, una voz retumbó:

—¡Yo me opongo, padre!

Todos se giraron. Yo me quedé helada al verla. Rosalía. Esa rubia despampanante de curvas esculpidas, rostro angelical y mirada altiva avanzaba con decisión, sus tacones retumbaban en el piso mientras apretaba una cartera Versace entre los dedos.

—Yo me opongo, padre —repitió, mirando con furia. —Esta arpía no puede casarse con mi papá. Solo quiere su dinero.

La miré de pies a cabeza y esbocé una sonrisa irónica. El descaro era casi imposible de ignorar. Según ella, yo quería el dinero de su padre… pero ella fue quien me robó a mi esposo.

El señor Feldman la miró y esbozó una sonrisa sarcástica.

—¿En serio, Rosalía? ¿Crees que puedes venir aquí a impedir mi boda? Estás completamente loca.

—Padre, por favor, detén esta estupidez. Nos estás haciendo pasar una vergüenza nacional.

Él negó con la cabeza y se volvió hacia el cura.

—Continúe, padre.

El sacerdote asintió y volvió a abrir la Biblia, pero Rosalía se interpuso entre nosotros, bloqueando el paso.

—¡No voy a permitirlo, no señor!

—Ve con tu amante, Rosalía —la cortó Feldman con tono seco—. Y deja que mi futura esposa y yo nos casemos. De lo contrario, tendrás que afrontar las malditas consecuencias.

Su rostro, antes amable, se endureció por completo. Miraba a su hija con una frialdad brutal, como si se tratara de su peor enemiga.

Bajé la cabeza, abrumada por la vergüenza. No solo por mí, sino también por la escena que se estaba desarrollando ante todos.

Rosalía finalmente se apartó y pasó junto a mí, lanzándome una mirada tan cargada de desprecio que parecía capaz de estallar en llamas.

—Maldita... esto no se queda así. ¿Verdad que lo estás haciendo por Armando?

Sonreí apenas con la comisura de los labios. Claro que no me casaba por Armando. Lo hacía por mi familia. Pero ya que la situación lo permitía, no podía evitar disfrutar la expresión de sufrimiento en su rostro al verme al lado de su padre.

—¿Qué te puedo decir? Ah, y dile a Armando que no me llame más. Ahora soy una mujer casada.

Rosalía se sonrojó, respirando con dificultad. Apretó su bolso con fuerza y, pataleando, me lanzó una última amenaza.

—¡Esto no se queda así, maldita arpía!

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