LA NOCHE DE BODAS

Damián Feldman

El matrimonio de mi padre fue una completa locura. Aún no logro entender cómo pudo casarse con una mujer tan joven, prácticamente de mi edad… Es absurdo pensar que esa mujer tenga buenas intenciones.

No es más que una oportunista, igual que Magnolia. Solo recordar su nombre me provoca un ardor en el pecho. ¡Maldita seas, Magnolia!

Mi teléfono sonó. Era mi padre.

—¿Cómo va la noche de tu boda? —pregunté con frialdad.

—Hijo, necesito que vayas a la quinta de la colina. Espero verte allí.

Rodé los ojos al escucharlo.

—¿Para qué quieres que vaya, viejo? Tengo que entregar unos balances de la compañía, trabajo hasta tarde.

—Quiero hablar contigo. Te estaré esperando, a las siete en punto.

—Padre, ¿de qué estás hablando? Es tu noche de bodas. No quiero ver a tu esposa ni celebrar nada.

—Nos vemos a las siete, mi querido Damián. No faltes.

Mi padre colgó la llamada y sentí cómo me ardían las mejillas. Nunca había sido capaz de desobedecer sus órdenes. No podía ser como Rosalía. Miré el reloj: las seis en punto.

Justo a tiempo para ir a la quinta de la Colina.

Conduje despacio, resistiéndome a la idea de formar parte de aquel espectáculo medieval. Al llegar, noté que las luces de la quinta estaban apagadas. No parecía que se celebrara nada.

Saqué mis llaves y abrí la puerta. Frente a mí, el jacuzzi estaba encendido y una botella de champagne descansaba junto a dos copas. Mi padre, una vez más, rozaba lo ridículo.

—¡Papá! Ya llegué —llamé, pero no hubo respuesta.

Me senté en la elegante sala y le envié un mensaje:

«Estoy aquí.»

No respondió.

Entonces, un perfume embriagador llenó el aire. Femenino. Seductor. Y unos pasos lentos rompieron el silencio. Me giré instintivamente hacia el pasillo… y me sonrojé.

Era ella.

Amelie.

Vestía una diminuta lencería que no dejaba nada a la imaginación. Su cabello caía sobre los hombros de forma provocadora, y sus labios, rojo carmesí, resaltaban con un encanto hipnótico.

Pero su expresión… su expresión era triste. ¡Claro! Por verme aquí.

—Amelie, ¿qué haces caminando por la casa así vestida? —pregunté, sintiendo cómo el calor subía por mi cuello, mientras ella palidecía.

—Usted... us-usted, ¿qué hace aquí? Señor Damián, ¿dónde está mi esposo? —preguntó con evidente nerviosismo, cubriéndose como podía con los brazos mientras miraba en todas direcciones.

—Si no lo sabes tú... Él fue quien me citó. ¿Dónde está mi padre? ¡Responde, trepadora! —le solté con desprecio. Sabía que usaba sus encantos para manipularlo. Por eso él se había casado con ella, no pudo resistirse.

La observé en silencio. Era, sin lugar a dudas, demasiado atractiva. Sensual. Provocadora. ¿Cómo iba mi pobre viejo a resistir semejante tentación? Si es que... si es que lucía espectacular.

Sentí el calor subir por mi cuello y tuve que aflojarme un poco la corbata.

—Damián, por favor, váyase —dijo ella, señalando la puerta.

—Claro que me voy. —Respiré hondo y me dirigí a la salida principal, la única salida de la quinta. Tomé la perilla... pero no se movió. Estaba cerrada. Cerrada desde afuera.

—¡Carajo!

—¿Qué pasa?

—Nada... estoy intentando abrir. —Forcejeé con la puerta, pero fue inútil. No había escapatoria.

Amelie negó con la cabeza y corrió hacia la habitación principal. Intentó abrir... tampoco cedió.

¿Qué demonios...? ¿Estábamos encerrados?

Marqué el número de mi padre, sintiéndome cada vez más incómodo. Toda esta escena era absurda. Y Amelie... era irresistible, lo sabía muy bien. ¡¡Trepadora.!!

—Hijo —contestó por fin.

—Padre, ¿qué significa todo esto?

—Hijo, ya estoy viejo para consumar mi matrimonio. La familia Feldman necesita prolongar su existencia... hazte cargo.

La llamada se cortó, y lo que acababa de oír me dejó helado. Era aterrador. ¿Mi propio padre… quería que yo…?

¡¿Qué?!

Amelie seguía cubriéndose el cuerpo, nerviosa, mirando hacia todos lados. Pero yo no era estúpido. Era una trampa. Sabía bien cómo eran las mujeres de su tipo, y la rabia me nubló. Me acerqué a ella y la tomé del brazo con firmeza.

—¿Qué pretendes con todo esto, trepadora?

—¿Qué pretendo de qué? Tu padre me dijo que saliera de la habitación a las siete en punto, no me explicó nada más.

—Eres una arpía, llena de artimañas. Pero apenas salga de esta quinta, te voy a desenmascarar. —Apreté su brazo con más fuerza. Sus ojos se clavaron en mi mano, y poco a poco se llenaron de lágrimas.

—Me estás lastimando, Damián —gruñó con los dientes apretados, y la voz quebrada.

Al escucharla, solté su brazo de inmediato y me alejé, sintiéndome invadido por una mezcla de sentimientos extraños, tal vez vergüenza, o más bien, demasiada ira.

—¡Maldita sea! —bufé, golpeando la pared con el puño cerrado—. ¿Qué mierdas está pasando aquí?

Ella fue a sentarse a una de las sillas del fondo, encogiéndose sobre sí misma, y yo me dejé caer contra la pared, todavía aturdido. Comprendía el mensaje de mi padre a la perfección, pero no entendía cómo podía pedirme algo tan... enfermizo. ¿Qué clase de mente retorcida haría eso?

Pasamos la noche ahí, sin dirigirnos la palabra. El frío era cortante, y Amelie temblaba, completamente expuesta. No había mantas, ni ropa, ni nada para cubrirse. Maldije por lo bajo, me levanté del suelo y, sin decir una palabra, me quité la chaqueta y la coloqué sobre sus hombros.

—No la necesito —dijo ella, quitándosela y tendiéndomela de vuelta.

—Por supuesto que sí. Vas a resfriarte —respondí, desviando la mirada al notar cómo la tela apenas cubría su figura. Su piel, sus curvas… Sus senos firmes, su vientre plano, sus caderas… ¡Santo cielo! ¡Era la esposa de mi padre! ¿Cómo podía, siquiera, pensarla con deseo?

Ella bajó la mirada, tomó la chaqueta y se cubrió con ella. Volví a mi lugar sin más palabras.

La noche se volvió eterna.

Solo cruzamos un par de miradas.

Pero en esas pocas miradas... los dos nos tornamos nerviosos, apenas tragamos entero.

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