Damián Feldman
Mis dedos se movían sobre el escritorio una y otra vez. Por fin era lunes, por fin volvería a verla. Había decidido que no la seguiría, aunque por dentro estuviera muriendo de ganas. No me costaba imaginar en qué había pasado su tiempo estos meses; aun así, nada me preparaba para el hecho de volver a tenerla aquí, a escasos metros.
El reloj de pared marcó las ocho en punto cuando escuché el ding del ascensor. Mi corazón dio un vuelco, conocía demasiado bien su puntualidad como para no saber que era ella. Me levanté, caminé hasta la ventana de vidrio polarizado que daba al pasillo, y confirmé mis sospechas.
Ahí estaba.
Amelie entró imponente, como si nunca hubiera desaparecido. Su cabello brillaba bajo las luces del pasillo, su andar era firme, casi desafiante. A su lado, inseparable, Soraya parecía que se había convertido en su sombra, su confidente, su eterna abogada.
Ambas avanzaron como si todo el piso les perteneciera, hasta llegar al despacho de presidencia. No pod