Amelie Manson
Después de abofetearlo, la piel de mi mano ardía como si hubiese tocado fuego. Sin embargo, lo que más dolía no era el enrojecimiento de mis dedos, sino el descontrol que se había apoderado de mi corazón. Latía desbocado, desesperado, como si hubiese corrido kilómetros sin parar. Todo por él. Porque Damián seguía siendo el mismo, impresionante, viril, un torbellino de energía que se colaba por mis sentidos sin permiso.
Y cuando se inclinó para besarme… Dios, quise perderme en sus labios. Quise olvidar lo que significaba su nombre, su apellido, sus intrigas. Pero dejarme llevar hubiera sido lo mismo que encadenarme al enemigo.
Me obligué a regresar al ascensor. Mis pasos eran torpes, y aún podía sentir el calor de su aliento. Allí estaba Soraya, esperándome con los brazos cruzados. Levantó la vista hacia el reloj de su muñeca y negó, exasperada.
—Menos mal eran solo cinco minutos, Amelie. —Su mirada buscó mis ojos—. ¿Qué pasó?
Me arreglé un mechón de cabello que se me hab