Damián Feldman.
—No hay error —gruñó mi padre—. Cásate con Amelie. Y si puedes concebir otro heredero, ¡hazlo! No le dejaremos todo a mis hermanos. No es justo, debes ser tú y un hijo tuyo, quien se quede con todo lo que nos pertenece.
—Eres increíble, solamente te interesa el dinero, jamás imagine que eras tan calculador, papá, ni siquiera en tu lecho de muerte dejas de pensar en el maldito dinero.
Estaba perplejo.
— Ya, déjame, Damián, ¿le pediste a Amelie que viniera?
—Si papá, se supone que debería estar aquí.
—Mi tiempo se acaba, en cualquier momento mis órganos fallan hijo, lamento tanto no haber tenido más tiempo.
—¿Qué ocurre contigo? —pregunté al fin, alzando la vista hacia mi padre. Tenía el ceño fruncido, como si cargara un peso que había callado durante demasiados años—. Me buscas para hablar de ella y no entiendo por qué ahora, justo cuando todo se ha derrumbado.
Bartolomeo respiró hondo. Sus ojos se humedecieron, pero no apartó la mirada.
—Porque ya no puedo seguir call