Fernando
La puerta se cerró con un clic suave, pero sonó como un trueno en mi cabeza.
Me quedé quieto, con la mano aún en el picaporte, mirándola. Sofía estaba parada en medio de la oficina, con los ojos bien abiertos, su respiración agitada y sus labios ligeramente entreabiertos. Por un momento, no supe si era real o si mi mente ya me estaba jugando malas pasadas.
Sentí un calor recorrerme desde el pecho hasta el vientre. No… no, Dios, por favor, no ahora. Pero mi cuerpo no me escuchó. Mi miembro comenzó a moverse dentro de mi pantalón, creciendo con una necesidad que me quemaba. Apreté la mandíbula y desvié la mirada, tratando de concentrarme en la cerradura, en la madera de la puerta, en cualquier cosa que no fuera ella.
Pero cada vez que alzaba los ojos, ahí estaba Sofía. Con su cabello castaño cayéndole en ondas sobre los hombros, con esos labios carnosos y esa mirada oscura que no sabía si era inocencia o puro fuego.
—Padre Fernando… —su voz tembló al decir mi nombre. Tragué sal