Genial, Sofía… ahora sí que estás en problemas.
Sofía
Terminamos de almorzar, y sentí que el estómago me iba a explotar. No es que comiera demasiado, pero después de los sustos, gallinas fugitivas y seminaristas desnudos que había tenido esta semana, mi cuerpo pedía alimento como un coche pide gasolina.
Mientras recogíamos los platos, la madre superiora se levantó con su porte elegante y sereno, alzó una mano y dijo con su voz firme:
—Hermanas, hoy pueden ir a las aldeas cercanas. Ayuden a los enfermos y repartan los alimentos como siempre.
Todas empezaron a murmurar y sonreír, felices de salir un rato del convento. Me incliné un poco para ver mejor a mi tía. Tal vez hoy también me dejaría ir. Necesitaba un poco de aire fresco… o mínimo alejarme de ciertos seminaristas de ojos miel que me hacían perder la compostura.
Pero entonces la madre superiora giró su mirada hacia mí. Sentí un escalofrío recorrerme desde la nuca hasta los tobillos.
—Sofía, quédate un momento.
Tragué saliva y me acerqué a ella, con el corazón martillándome las