El tiempo pareció quebrarse en mil fragmentos.
El eco de la risa del jefe de la mafia se mezclaba con el goteo constante de la sangre de Isabella sobre las piedras frías. La respiración de todos se suspendió, como si el mundo entero contuviera el aliento ante la inminencia de algo brutal.
Amadeus, con una calma engañosa, se levantó lentamente. Su rostro estaba inexpresivo, pero en sus ojos… ardía un fuego primitivo, una furia contenida que se expandía como un volcán a punto de estallar.
Sin apartar la vista de su hermana, avanzó entre la línea invisible que separaba la cordura de la guerra.
Se arrodilló junto a Isabella y, con una delicadeza que contrastaba con el caos del entorno, la levantó entre sus brazos. El cuerpo de su hermana temblaba débilmente; su respiración era apenas un susurro quebrado.
—Calma… ya estás conmigo… —susurró Amadeus, su voz quebrada pero firme—. Estoy aquí, Isabella. Estoy aquí…
La llevó hasta el lugar donde se encontraba Rebeca, que, al verla, soltó un grit