—Señor… disculpe que me entrometa en esto, pero estoy muy preocupada por la situación de la señora —comenzó Ana, una de las empleadas más antiguas y leales de la familia—. No come. No se viste. Se la pasa desnuda, solo con una bata. Si sigue así… la depresión puede que llegue a un estado más severo. Me enteré de que antes estaba viendo un terapeuta, ¿no cree usted que deba volver a verlo?
Lo que estaba diciendo la mujer no era algo que él ya no hubiera notado. Así que asintió en respuesta.
—Organiza una cita para hoy y acompáñala —ordenó con calma—. Sabes cuáles son las condiciones, ¿cierto?
—Sí, señor. Nadie debe acercarse y no tardaremos más de lo necesario.
—Bien. Encárgate.
Ana siguió las órdenes de su señor y se apresuró a dirigirse a la habitación de Rubí, únicamente para encontrarla en penumbra, con aquella bata descolocada.
—Señora… —le llamó moviéndola con suavidad—. Por favor, despierte. Hay un lugar al que debe ir.
—No quiero —la alejó con un manotazo, mientras se acomodaba