VERONA
Nunca me gustaron las misiones de vigilancia. No por el riesgo, ni por el tedio de pasar horas viendo a personas que no saben que están siendo observadas. Sino por lo que esas horas largas hacen con el pensamiento. Con la memoria. Con las partes de una que preferiría mantener cerradas como un mal archivo clasificado.
—Dale, Verona, no te vas a arrepentir —dijo Paolo, sonriendo como un idiota—. Además, tú y yo solos, en un coche alquilado y con binoculares... ¿Qué podría salir mal?
Lo miré sin mover un músculo. Su gorra negra al revés, esa sonrisa torcida que usaba como escudo, y esa maldita voz suya, cargada de insinuaciones que sabía que no debía disfrutar tanto como las disfrutaba.
—¿Eso te funciona con todas? —pregunté, subiendo al auto—. ¿La táctica del “mírame, soy encantador y un poco imbécil, pero irresistible”?
Paolo encendió el motor, con una carcajada que no intentó disimular.
—Contigo no. Contigo solo funciona el peligro —dijo, lanzándome una mirada rápida—. Y el hec