IVY
Desde que llegó, no hubo una noche en que no soñara con arrancarle esa seguridad fingida. Esa manera en la que caminaba como si no hubiera roto nada. Como si no estuviera hecha de los fragmentos que nosotros recogimos cuando todo estalló. Zoe era eso. Ruina maquillada de destino. Y Dante, jodidamente estúpido, se arrastraba tras ella como si aún no hubiese entendido que el amor es la forma más lenta de morir.
Esa mañana lo vi bajar las escaleras con el cabello mojado, la camisa aún desabotonada y esa mirada cansada que lo hacía irresistible. Traía una taza de café en la mano y la otra hundida en el bolsillo. Como siempre. Como si no sintiera. Como si no doliera.
Yo ya estaba en la cocina. Me giré apenas, apoyándome en la encimera mientras dejaba que mis ojos se arrastraran por su cuello, por la marca en su clavícula, por aquellas cicatrices que conocía mejor que mi nombre, por el gesto con el que se quitaba el sueño frotándose la cara.
—No dormiste bien —dijo.
—¿Y tú cómo lo sabes