VERONA
Desde niña supe cómo quemar sin dejar cenizas.
Esa noche, mientras la costa este de los Estados Unidos dormía bajo un cielo sin luna, yo me mantenía despierta en el sótano de una iglesia abandonada en Palermo, rodeada de pantallas, planos satelitales y la tenue luz de un cigarro que se apagaba en mis dedos. No rezaba. Nunca lo hice. Pero aprendí a moverme entre ángeles caídos, entre demonios de cuello blanco que diseñaban laboratorios con olor a desinfección y muerte, y entre hombres como Ethan Castelli, que llamaban amor a la sumisión química.
La grieta estaba ahí. Pequeña. Oculta entre las capas de cifrado que protegían la nueva identidad de Zoe en Estados Unidos. Pero las grietas, si se saben usar, se convierten en incendios. Yo no buscaba destruirla. No aún. Solo quería verla. Saber si aún respiraba por voluntad propia o si ya era parte del sistema, un espectro codificado al servicio de Ethan.
—La encontré —dije, sin girarme, mientras el eco de mis tacones moría en el suelo