DANTE
La lluvia había caído sobre Nápoles toda la noche, como si el cielo también necesitara purgarse. No dormí. Me quedé ahí, sentado frente a la mesa de madera negra, rodeado de informes impresos con tinta demasiado roja, capturas satelitales y un expediente viejo con las esquinas quemadas. No había tocado el vino. Ni siquiera lo miré. El aire de la villa tenía ese olor denso a humedad y pólvora antigua que solo reaparece cuando los fantasmas vuelven a respirar. Sentí el peso de la noche sobre los hombros, como si la oscuridad me hubiera elegido para hacerme una pregunta que no quería contestar.
Paolo apareció en el umbral, apoyado contra el marco de la puerta con un cigarro sin encender entre los dedos. Me observaba en silencio, como si no supiera si debía hablar o dejarme pudrir en mi tormenta.
—¿Estás seguro de que viene de ella? —preguntó al fin, con esa voz baja que usaba cuando los recuerdos dolían.
Le sostuve la mirada. Mis ojos ardían por el insomnio, pero no parpadeé. Empuj