Refugio en los Alpes franceses. 4:07 a.m.
Me desperté con el corazón rugiendo. No por una pesadilla. Sino por algo más real. Más violento. Uno de esos silencios densos, enfermos, que no pertenecen a la madrugada. No había crujidos de leña. No pasos. No el sonido de su respiración.
Dante no estaba.
Me incorporé lentamente, como si el mundo se hubiese vuelto demasiado pesado durante la noche. La cama aún guardaba su calor. La manta revuelta. Su chaqueta colgaba de la silla, abandonada con descuido. Y yo… descalza, crucé la cabaña como un espectro envuelto en silencio. El suelo de madera crujía bajo mis pasos. Pero no era solo el crujido. Era el olor.
Café. Recién hecho. Denso, fuerte. Como a él le gustaba.
Ese aroma oscuro que parecía levantar recuerdos incluso en lo que no se recordaba.
En la cocina, la radio seguía encendida. Una canción francesa, vieja, polvorienta de tiempo y ternura, flotaba en el aire. Édith Piaf, quizá. O Charles Aznavour. La voz era suave, como susurros de