El nuevo refugio estaba en los Alpes franceses. Una cabaña antigua, de madera gastada por inviernos que nadie había contado. No tenía conexión satelital, ni electricidad externa, ni señal. Solo fuego a leña, el crujido de la madera al expandirse con el calor, y el eco de nuestros pensamientos rebotando contra las paredes desnudas.
Allá afuera, todo era nieve y viento.
Adentro… éramos solo nosotros dos. Y la guerra que llevábamos por dentro.
No podía dormir. No podía comer. No podía respirar sin sentir que, en algún lugar, Derek avanzaba hacia mí con una sonrisa en la boca y la muerte en las manos. No sabía cuánto tiempo faltaba. Solo que estaba cerca. Demasiado cerca.
Dante se movía por la casa como un animal atrapado. Sin rumbo fijo, sin descanso. Lo escuchaba en las noches: encendía un cigarro y lo apagaba antes del segundo tiro, miraba por la ventana como si pudiera ver más allá del bosque. Y cuando me miraba… había algo nuevo en sus ojos.
No era estrategia.
No era cálculo.
Era mie