Llegamos al anochecer.
El acceso al puerto era una grieta oculta en la roca, al borde de un acantilado. No había letreros. No había luces visibles desde afuera. Solo un túnel tallado a mano en la piedra, con siglos de humedad en sus paredes y la historia de crímenes callados en cada grieta.
Y allí estaba yo.
Con un vestido de seda negra, ceñido al cuerpo como una piel nueva. El cabello recogido. Los labios rojos como advertencia. Mis ojos delineados con precisión. No como quien se viste para una gala. Sino como quien se disfraza para la guerra.
A mi lado, Dante.
Vestido con un traje de alta costura negro, perfectamente cortado, como si la tela hubiera sido diseñada solo para su cuerpo. Llevaba la chaqueta abierta, la camisa sin corbata, el primer botón desabrochado como un descuido calculado. Bajo la luz tenue del pasillo, su silueta era casi irreal. Un ángel caído. Uno que no pide redención, porque sabe que el infierno le pertenece por derecho.
Su cuerpo, alto y atlético, proyectaba