Esa noche, dormimos en la casa vacía. Sin cámaras. Sin contacto con el mundo exterior. Por primera vez en semanas, sentí algo cercano a la paz. O quizá era solo la calma que precede a la tormenta.
La casa guardaba silencio. Un silencio denso, casi antiguo. Como si las paredes supieran secretos que nosotros aún no podíamos descifrar. Afuera, la nieve caía lenta, blanda, cubriendo todo con una capa de blancura irónica. Como si el mundo intentara disfrazar la muerte con belleza.
Yo estaba sentada junto al fuego, envuelta en una manta gruesa que no lograba alcanzar el frío que me nacía por dentro. Dante estaba de pie, frente a la chimenea, observando las llamas como si pudieran responderle. Lo miré. No como lo miran los enemigos. Ni siquiera como lo miran los amantes.
Lo miré como lo haría una mujer que ha perdido demasiado… y que solo desea una tregua, aunque sea momentánea.
Me levanté despacio. Mis pasos fueron suaves, decididos. Me acerqué a él sin hablar. Me detuve a su lado. Sentí e