La tormenta de violencia y rabia parecía quedar atrás, y con el paso de los días, la calma volvió a asomar en el hogar de Alexander. Aunque amenazante en sus recuerdos, las cicatrices de la lucha comenzaban a sanar, y el amor entre él y Aurora se hacía cada vez más fuerte y luminoso, como un faro tras la oscuridad.
Una mañana, en el silencio tierno de la casa, Aurora se despertó con los primeros rayos dorados colándose a través de las cortinas. Al desperezarse, encontró a Alexander ya en la habitación, sentado al borde de la cama, observándola con una mezcla de asombro y ternura. Su rostro, marcado por las huellas del conflicto, se suavizaba al ver la tranquilidad en los ojos de Aurora.
—Buenos días, mi amor. Despertarte es el único motivo por el que cada amanecer vale la pena.— dijo Alex mirando a su mujer a los ojos.
Aurora, aún medio dormida, sonrió y extendió la mano hacia él, sus dedos temblorosos se entrelazaron con las suyas.
—También es un regalo para mí. A veces, me cuesta cr