La mañana en la casa Williams comenzaba con una mezcla de caos, risas y un café que apenas lograba mantenerse caliente. El sol entraba a raudales por las cortinas ligeras de la cocina, y el olor a pan tostado competía con el de la lavanda que Aurora colgaba en pequeños ramilletes cerca del ventanal.
—¡Papá! —gritó Emma desde el pasillo— ¿Dónde están mis botas de exploradora intergaláctica?
Alexander, aún en pijama y con uno de los mellizos dormido en brazos, intentaba responder sin alterar el equilibrio de su pequeño cargo.
—¿Las que tienen estrellas o las que brillan en la oscuridad?
Emma apareció en el umbral, con una capa de terciopelo violeta atada al cuello y el cabello recogido en dos trenzas chuecas. Tenía seis años y una imaginación que no reconocía límites. Sus ojos verdes, herencia directa de su madre, brillaban con expectativa.
—¡Las que brillan, obvio! Hoy es martes de misión lunar.
Alexander sonrió y asintió solemnemente.
—Teniente Emma, permítame revisar el hangar de sum