Epílogo: Donde Florece la paz

El viento de primavera soplaba con dulzura sobre los prados, levantando pétalos de magnolia que danzaban en el aire como susurros de promesas cumplidas. La casa de los López Williams se alzaba al pie de la colina, con las ventanas abiertas de par en par, dejando entrar los aromas de café fresco, madera y tierra mojada.

Era una casa construida no con ladrillos de lujo, sino con paciencia, abrazos largos, cicatrices sanadas y el tipo de silencio que solo puede existir cuando ya no hay miedo.

Las paredes estaban adornadas con fotografías que contaban su historia sin necesidad de palabras: una risa de Aurora recostada en el regazo de Alexander; los primeros bocetos del jardín familiar; y en el centro del salón, una imagen nueva, brillante y sagrada.

La pequeña Emma.

Dormía en su cuna blanca, rodeada por una suave red translúcida y música de piano que Alexander reproducía por las noches. Tenía apenas seis semanas de nacida y ya era el corazón de toda la casa. Su llegada había sellad
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