El convoy avanza como un animal silencioso y calculado: un auto negro abre camino, el de Carlota en el medio, otro igual detrás. No hay sirenas, no hay luces. Sólo motores contenidos y tensión en cada vértebra del aire. París se despliega a ambos lados como un escenario gigantesco: faroles como velas, avenidas como venas abiertas, edificios que observan con indiferencia a los mortales que juegan a ser estrategas.
En el asiento trasero, Amara lleva la cabeza apoyada en el hombro de Liam. Él no dice nada; sabe que, si habla, corre el riesgo de romper el frágil hilo que la sostiene. Ella parece dormida, pero sus párpados tiemblan como si discutiera con su propia memoria.
El cansancio no es sólo físico, es moral, emocional, ancestral. Se siente como un abrigo mojado pegado a la piel, imposible de quitar. Pero su mente, terca y brillante, no cede.  –No quiero pasar de víctima a mártir…  –murmura, sin abrir los ojos. –No me construyan un altar. Quiero una mesa. Una mesa de trabajo.
Liam