Mientras tanto, en la lujosa oficina revestida de mármol y caoba de la compañía, Amara permanece sentada en la cabecera de la mesa de reuniones. Los ventanales dejan entrar una luz fría que contrasta con la noticia que acaba de recibir, tan brutal que le cae encima como un balde de agua helada.
Esteban, de traje oscuro impecable, lentes de montura metálica, desliza lentamente un expediente grueso sobre la mesa. –Quince días más –dictamina con una voz grave, casi monocorde, cargada de la solemnidad de un fallo judicial. – Ese es el nuevo plazo concedido por el magistrado. Si, al término de ese período, usted no ha contraído matrimonio conforme a la cláusula estipulada en el contrato, la empresa será embargada sin lugar a más dilaciones. Un gran porcentaje de lo que su familia edificó durante décadas pasará a manos del Estado, y eventualmente será liquidado en subasta pública.
Amara entrecierra los ojos, incrédula, como si cada palabra fuera un martillazo que se clava en sus sienes. –¿