–¿A quién, maldita? ¿A quién? –exige Amara, su voz resonando como un látigo en la sala. El aire parece vibrar con su furia contenida. – Te exijo que hables de una vez, Kate.
La risa de ella llega a través del altavoz, cristalina y rota, casi infantil. Una risa que no nace de la alegría, sino del delirio.
–Oh, Amara… –responde con una voz que se arrastra como humo. – Siempre la que da órdenes, siempre la que se disfraza de reina en un tablero que ya no existe. ¿Todavía creés que puedes protegerlos a todos? ¿Incluso de lo que llevan dentro? –su tono cambia, más bajo, más denso. – No soy yo quien los va a destruir. Son ustedes mismos. Yo solo voy a encender la chispa.
Carlota, rígida como una columna, se cruza de brazos. –¿Qué chispa? –pregunta, y aunque su voz es firme, su mirada delata algo que rara vez deja ver: alerta.
–Dilo de una vez, Kate.
El silencio se prolonga, pesado. –La de la culpa –susurra Kate finalmente. – La que arde aunque intenten apagarla con mentiras.