El eco metálico de la puerta al cerrarse retumba como un disparo en la sala de visitas. Liam avanza con pasos medidos, cada pisada cargada de una determinación que parece haber encontrado apenas horas antes. Su sombra se estira sobre el suelo encerado y frío, proyectando un aire de amenaza que ni él mismo intenta disimular.
Kate lo espera, inmóvil, pero con esa sonrisa suya que mezcla ironía, misterio y un atisbo de triunfo. Sentada en la silla de metal, con las muñecas y tobillos sujetos por las esposas, se comporta como si fuese ella la dueña del lugar.
–Sabía que vendrías –murmura con voz suave, como quien ya ha leído el desenlace del libro. – Siempre lo supe, Liam. Siempre supe que al final me amarías si te cedía mi empresa.
Liam no responde de inmediato. Se limita a apretar la mandíbula y a dejarse caer pesadamente en la silla frente a ella. –Deja el juego, Kate. No estoy aquí para seguir tus provocaciones. Estoy aquí porque ya tomé una decisión.
Los labios de Kate se curvaro