Horas más tarde, cuando el trabajo termina y el peso del día queda atrás, Amara vuelve a su casa. La soledad del lugar la recibe como un suspiro frío, pero no permite que la envuelva. Camina directo al baño, abre la ducha y deja que el agua caliente corra por su cuerpo, deslizándose como un manto que arrastra consigo todas las sombras de la jornada. Cierra los ojos y, por un instante, imagina que con cada gota se desprende un pedazo de su angustia.
Al salir, el vapor aún nubla el espejo, como si hasta el reflejo quisiera darle tregua. Abre el armario y elige sin vacilar: un vestido rojo fuego, ceñido a su figura como si quisiera recordar al mundo, y a ella misma, que aún posee fuerza, que aún puede arder. Frente al espejo, se pinta los labios de carmín intenso y, mientras el color se fija, siente cómo renace una versión de sí misma que creía olvidada. Unos tacones altos completan el ritual; cada clic que resuena contra el piso es un latido que la devuelve a la vida.
Al bajar, observ