Después del evento, apenas pude quitarme los tacones dentro del auto. Lo estábamos haciendo bien, tanto que todos comentaban sobre la “pareja del momento”. Vincent conducía en silencio. Cuando salí del trance me di cuenta de que íbamos en una dirección diferente a la mansión.
—¿A dónde vamos? —pregunté con curiosidad.
—A tomar aire —respondió, sin mirarme.
Tomar aire.
Eso podía significar cualquier cosa viniendo de él: iba a matarme, enterrarme en algún lugar lejano.
Sacudí la cabeza, alejando mis pensamientos.
Empezamos a subir por una colina, la piel se me erizó. Quizás estaba tan harto de mí que ya había tomado la decisión de asesinarme sin dejar rastros. Justo cuando pensaba abrir la boca, las palabras se me congelaron. Levanté la mirada y las luces de la ciudad quedaron extendidas bajo nosotros. Millones de puntos dorados parpadeaban como si el cielo se hubiera caído sobre los Ángeles. Apagó el motor y bajó. Dudé, pero lo seguí.
El viento me alborotó el cabello; la vista me robó