Los días en la oficina después del evento de gala se volvieron más… raros. Albert evitaba a Helena, mientras Emily intentaba no pensar en los suspiros existenciales que le provocaba cada vez que lo veía quitarse la chaqueta. El ambiente estaba lleno de tensión no dicha y cafés demasiado cargados.
Entonces, el viernes por la noche, Helena decidió atacar, a su estilo, claro: con una cita elegante en un restaurante de esos donde los platos vienen con flores comestibles y los meseros tienen nombres como Étienne.
—Albert —dijo con su tono más suave, mientras revolvía su plato de lechuga y que ella no había tocado—, ¿te pasa algo?
Albert, que no había levantado la vista del menú en diez minutos, respondió:
—No. Todo está en orden.
—Mientes fatal —respondió Helena con una sonrisa que no alcanzaba los ojos—. ¿Tiene que ver con tu nueva asistente?
Albert alzó la mirada, por fin. Un instante de tensión flotó entre ellos como el vapor del té en una noche fria.
—¿A qué te refieres?
—Vamos, amor.